La variedad del mundo sensible sólo cabe, si se la fuerza mucho, dentro de las limitadas metáforas geométricas con que lo procesamos dentro de nuestras cabezas. Lo que vale para la naturaleza, vale para eso tan de nuestra especie que son las configuraciones de poder. En el plano internacional, una configuración bipolar estable como la de la Guerra Fría no sólo fue fácil de representar en las cabezas de las generaciones que se sucedieron en los 45 años que duró, sino que fue marcada a fuego con las narrativas de la cultura popular, en particular cinematográfica, de un modo que todavía hoy, a 30 años de terminada, resulta difícil de superar.


A la caída del Muro de Berlín y a la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (un expaís cuyo largo nombre hoy es necesario escribir completo para que todos nuestros lectores sepan de qué hablamos) las siguió el limbo del momento unipolar, una efímera vuelta olímpica que EE UU tuvo el lujo de dar. Hoy, sin que a la preeminencia de la superpotencia se le oponga un poder de envergadura similar, se proyecta ya sobre esta la sombra del futuro de China. Y queda, por supuesto, Rusia, que es un poder regional (y no global como la URSS), pero heredó el segundo arsenal de armas nucleares más grande del planeta.


La imagen obvia que nos viene a la mente es la de un triángulo. Cuando la evocamos, lo más probable es que se nos represente uno de lados iguales: nuestra limitada imaginación nos traiciona de nuevo. Si se puede aprisionar en parte la realidad en una figura geométrica, se trata de un triángulo escaleno, en el que no sólo el lado chino no alcanza la longitud del estadounidense, sino en el que el lado ruso es ostensiblemente breve.


En meses recientes, la inercia de las imágenes del pasado bipolar volvió con fuerza. Y no estamos hablando de la guerra comercial que ya se ha instalado como un telón de fondo invariable. En junio, el presidente Xi Jinping visitó a su colega ruso en Moscú y prometió 20 mil millones de dólares de inversiones en su país anfitrión. Ambos firmaron, además, acuerdos que deberían resultar en varias joint ventures entre las más importantes empresas de ambos países en sectores que van desde los combustibles fósiles hasta la energía nuclear. Más crucialmente aun, es difícil encontrar un diario influyente de cualquier capital de los países de la OTAN donde no se comente la participación china en los ejercicios militares Tsentr-19 que el gobierno de Putin llevará a cabo en septiembre en la zona europea de Rusia. La última vez que los ejercicios se llevaron a cabo en esta región del país que más husos horarios abarca, participaron 100 mil efectivos rusos y de los demás países de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (Armenia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán). En esta oportunidad, serán 300 mil, incluyendo algunos miles de militares chinos. No es la primera vez que estos se suman: ya lo hicieron el año pasado, para los ejercicios Vostok, en el extremo oriental del país, de los que participaron también Mongolia y Turquía. Este tipo de acciones sirve fundamentalmente para demostrar capacidad defensiva y en este caso específico la demostración es primordialmente rusa, pero la presencia china sirve también para señalar la importancia que Beijing le atribuye a la protección de sus ingentes inversiones energéticas en la zona del Ártico, también abarcada en este ensayo.


Una mirada superficial podría deducir apresuradamente que Rusia y China unen fuerzas para mostrarle los dientes a EE UU. Sin embargo, aunque los dos coinciden en el interés de exhibir conjuntamente su capacidad defensiva, el alineamiento de intereses de ambos está lejos de ser total. Las razones son evidentes: mientras Rusia cuestiona el orden posterior a la disolución de la URSS y cree haber cedido más espacio del que le correspondía en su entorno inmediato, China tiende a aceptar el orden existente mientras se concreta pausada e inexorablemente un ascenso durante el que prefiere evitar el enfrentamiento directo con EE UU.


Si Putin bailotea permanentemente alrededor de EE UU tratando de lanzarle algún jab con pocas consecuencias, China intenta tanto como puede evitar los mandobles de los EE UU, apostando más al cansancio de un campeón que la busca que a los golpes que pueda ella misma propinar. De más está decir que esta paciencia estratégica china poco puede hacer cuando al gobierno de los EE UU llega un Donald Trump empeñado en subirla al ring e invitándola permanentemente a lanzarle un golpe que pueda desbaratar su guardia.


Los momentos históricos que atraviesan China y Rusia no podrían contrastar más. Ese contraste entre ascenso y descenso se traduce, lógicamente, en la asimetría de su relación bilateral: en ella, Rusia no es mucho más que uno de tantos proveedores de materias primas para la gran locomotora industrial de este siglo. Aun siendo el principal proveedor de gas y petróleo de China, Rusia es relativamente débil en ese intercambio, dado que depende mucho de ese cliente.


Por el momento, Rusia es algo más que un tercero en discordia insignificante en la bipolaridad en la que vivirán las próximas generaciones y algo menos que un socio incondicional de China. Las turbulencias que están precediendo a ese seguro escenario futuro son un juego triangular con EE UU que habrá que entender con curiosidad por la novedad y sin esquemas hollywoodenses.



* Coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas <http://lppargentina.org.ar>.