A Luis Scola también le interesan los problemas de matemática. Así como le ha enviado a Adrián Paenza cuentas que no parecen tener solución, está atento a las estadísticas, a lo que le pueden entregar para sacar conclusiones sobre su juego. Scola es un cartesiano, un metódico, alguien que también estudia su porcentaje de acierto dependiendo del lugar de donde saca los tiros. «Cuando terminaba las prácticas –recuerda Paenza– se quedaba practicando desde ese lugar, y después buscaba quién le podía hacer oposición». Scola mejoró sus tiros de tres, como quedó expuesto, por si hacía falta, en el último partido frente a Francia, un duelo que a los 39 años, se pareció a esos momentos consagratorios, la clase de partidos que se tornan inolvidables en un jugador.

En estos días, incluso desde antes de que la Argentina se clasificara a la final del Mundial de básquet en China, Scola se toma en sorna a los sorprendidos. Explica con paciencia que nada de esto es un producto de la casualidad, algo que nadie podría poner en duda, y que la Selección estaba preparada para hacer este camino. Scola estaba seguro, al menos, de que el equipo llegaría a semifinales, como se lo dijo a Sergio Hernández, el entrenador, antes de la competición. Pero no siempre las percepciones internas coinciden con las externas. No había un solo analista que ubicara a la Argentina en la final.

Quizás una clave pueda buscarse en lo que dijo Hernández después de ganarle a Francia, que los argentinos subestiman lo propio. En este caso, a su selección de básquet. Dijo más: que los partidos no se ganan con huevo, se ganan con talento y preparación. Con técnica, con un buen plan. La otra clave la lanzó Scola durante una charla con el periodista Juan Pablo Varsky en el JPV Podcast. «No tiene ningún valor la humildad a la hora de hablar de deportistas a nivel mundial. No creer que uno es el mejor no tiene ningún beneficio. Yo voy a jugar y voy a estar muy convencido de que te voy a ganar. Cuando vos estés convencido de que vas a ganar, ahí tenés una chance de ganar. Si vos pensás que vas a perder, no hay ninguna posibilidad. Si vos pensás que sos peor, no hay ninguna posibilidad», le dijo.

Si algo tiene esa continuidad generacional de los dorados, es no creerse menos que sus rivales. Ni siquiera cuando te toca la altura de Serbia. O cuando un favorito como Francia se te cruza en el camino. Pero el juego no es sólo creérsela, dice Scola, esa es sólo la posibilidad, la primera chance de poder ganar. Lo demás, el resultado, puede venir envuelto en la preparación.

La Selección la tuvo. Scola también. Durante 14 días, el hombre de los abrazos con Emanuel Ginóbili, sus hijos y su esposa, se encerró en un campo de Castelli, a 180 kilómetros de Buenos Aires, para que la falta de un equipo no sea una variable que pesara en su Mundial, el quinto de su carrera. Hace tiempo, además, que para dominar su cuerpo lo somete a una dieta corta de comidas, acaso no recomendada al público general por algunos nutricionistas. Sin desayuno y sin merienda, con almuerzo y cena, una clave para mantener limpios los intestinos.

También por eso no acepta que le pregunten si estará en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, cuando ya tenga 40 años. Sea con un periodista como con un compañero, Scola sólo ve el futuro hasta la final de este domingo. Aunque no escape a otras preocupaciones, durante o antes del Mundial de China, como cuando quiso encontrar soluciones para que el equipo femenino de básquet no pase las penurias de los Juegos Panamericanos, donde perdió un partido sólo por no haber tenido la ropa reglamentaria.

El gimnasio del Club Ciudad de Buenos Aires –donde todo comenzó, antes de que explotara en Ferro Carril Oeste– se llama Luis Alberto Scola. Un estandarte muestra su nombre. Por lo que se ha visto hasta acá, no será el único lugar donde se lo recuerde, donde ponga su firma. Siempre estará Ginóbili como el basquetbolista de época. Pero Scola también camina hacia el lugar de las leyendas.