Ni noche de paz ni noche de amor. «Más que ‘Feliz Navidad’, este año hay que saludar con un ‘Triste Navidad'», se aflige Daniel González, vendedor ambulante de palitos helados. Abatido, vocea sus gélidas mercancías en el ingreso al ilusorio Parque Navideño porteño, erigido en el siempre ilusorio barrio de Palermo. Mucho brillo, muchos collares de luces, pocos clientes. 

El espacio temático es financiado por el Gobierno de la Ciudad. Se anuncia hace semanas con bombos y platillos, o más bien con insufribles villancicos pop. Un ágape con entrada libre y gratuita que permite gozar de una empalagosa puesta en escena navideña. Y de muy diversas postales de masas inofensivas, esas que tanto gustan al paladar oficialista. Desde luego, y según reza la web oficial, el convite también ofrece la posibilidad, en este diciembre tórrido, de «seguir creyendo en la magia de la Navidad». «Magia voy a tener que hacer para regalarles algo a mis pibes», se despide en llamas el heladero González, con el espíritu navideño derretido. 

Estoico, botellita de agua en mano, un Cascanueces recibe a las familias con su mejor sonrisa fotogénica, ¿o será una mueca? El colorido militar, ataviado con chaqueta y botas invernales, resiste casi sin chistar la embestida del sol. «Totalmente de acuerdo, señor, se transpira demasiado. Ya es hora de dejar de lado estas vestimentas, que son más del norte de Europa, del frío. Desde que arranqué a trabajar me pregunto cómo sería una Navidad más de acá, más gauchesca. Todos en chiripá», bromea Diego Nicanor, el hombre detrás del personaje.

Actor nacido y criado en Chile, egresado de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático y asiduo laburante del off porteño, Nicanor cuenta que cuando recibió la propuesta de ganarse unos pesos por ponerse en la piel del Cascanueces, aceptó el conchabo sin dudar: «Usted sabe, es duro vivir del arte. Estas changuitas me dan de comer», asegura sin dejar de posar para la selfie de turno. Por premura, el actor lamenta no haber tenido tiempo para leer el clásico de Hoffmann o de ver en YouTube algún acto del ballet de Tchaikovsky. Sin embargo, el physique du rol le calza como anillo al dedo. Su función dramática en el parque, dice, no es menor: guardián del espíritu de la Navidad. ¿Qué cuento escribiría Charles Dickens sobre estas navidades? ¿Retrataría las marchas, la represión y el sablazo a los jubilados? Quién sabe. 

El centinela que suda la gota gorda se aleja de la falange de chicos raudo como un fantasma. Busca refugio bajo la sombra restauradora de Juan Manuel de Rosas, cuya estatua domina desde las alturas el Parque Seeber. Algo aliviado, comparte una postal navideña del pasado: «En Paine, un pueblito cerca de Santiago –escenifica–, pleno campo, la familia reunida… una Navidad sin regalos, no era necesario».

Cartas al Polo Norte

«Querido Papá Noel: quiero un disfraz de Superman con capa». Con caligrafía temblorosa, Simón escribe el pedido para el gordo de Navidad. La carta no pasa de moda, ni siquiera frente a los virtuales mails y chats de WhatsApp. «Me pidió que aclaremos el detalle de la capa. A ver si no puede volar. Mejor que no se frustre desde tan chiquito», explica Pablo, el papá, con el cansancio dibujado en el rostro y los superpoderes consumidos. 

Mientras los pibes disfrutan en éxtasis de la Fábrica de Regalos, una de las principales atracciones junto al mareado carrusel y el trineo con renos de tamaño (casi) natural, los padres aprovechan para reposar el esqueleto. «Soy consciente de que esto es pura diversión, pero de alguna manera Simón, con sus tres años, empieza a entender lo que significa el espíritu navideño». Devoto creyente, Pablo lamenta que la fiesta haya dejado hace rato la fe religiosa en un segundo plano. «Mucho consumismo y pura decoración, con la estética que viene del Hemisferio Norte. El árbol de Navidad nuestro tendría que ser la palmera». Pese a las críticas y el agotador traqueteo, disfruta de la jornada sin prejuicios: «En el fondo, me gusta la fantasía y que mis hijos la vivan mientras pueden. La peor Navidad que pasé en mi vida fue cuando un amigo me llevó aparte, me mostró los regalos y me dijo que Papá Noel no existía. Se me cayó el mundo a pedazos. Pero con el tiempo lo superé». 

No hace falta beber ponche de ácido lisérgico para ver gnomos en Buenos Aires. Los laboriosos asistentes de Santa trabajan a destajo en el parque: hacen malabares, coordinan las largas filas de pibes en los juegos de la kermés o regalan sonrisas de oreja a oreja. «La clave es la buena onda. Con los chicos, pero también con los grandes. Ya vinieron más de 100 mil personas. A veces estoy un poco cansada, pero viene un nene, te sonríe o te da un abrazo, y te hace sacar fuerzas no sé de dónde, te alegra el corazón», explica Sabrina, una pequeña gran actriz que transita su segundo año en el gremio de los liliputienses. ¿Un recuerdo navideño? «Cómo olvidarlo. Cuando llegó Papá Noel con mi primera bici, la Aurorita. El mejor regalo del mundo». 

La abuela Nelly es colombiana. Cuenta que extraña horrores la Navidad en su Antioquia natal. Luego de un largo periplo en el 166, llegó al parque desde Ciudadela, donde vive hace un par de años. La acompañan sus nietos Mía y Steven, además de su nuera Julieta. «Extraño todo: el pesebre viviente, rezar la novena y sobre todo la comida». Como antídoto para vencer la nostalgia, su banquete navideño conurbano incluye manjares de la gastronomía paisa: natillas, buñuelos y los infaltables tamales, aunque le cueste un perú conseguir las hojas de plátano. «Le salen riquísimos –asegura picante la nuera porteña–. Pero a mí me gusta la Nochebuena con asado». Julieta aporta su recuerdo navideño: «De muy chica, corriendo los globos de papel en las calles. Flasheaba que Papá Noel iba adentro». 

¡Jo, jo, jo!

La larga fila de familias es una serpiente emplumada frente a la Cabaña de Papá Noel. Casi una hora de paciente espera para conocer en cuerpo y alma al generoso hombre de la bolsa. «Hay cosas peores, como ir a último momento a comprar regalos. Ese es el infierno», dice Luis, vecino de San Telmo, mientras avanza pasito a pasito con Guadalupe a upa. Para evitar el histórico fogonazo consumista de diciembre, Luis cuenta que anticipó sus compras: «La mayoría las hice el mes pasado. Sólo me falta el triciclo para la gordita». 

Al final del túnel espera Papá Noel. «Pase, querido, no sea tímido y déjeme su cartita», invita el hombre del traje rojo, mientras peina sus níveos bigotes prusianos. En su despacho, el aire acondicionado ofrece un pasaje en primera al Círculo Polar Ártico. «Por supuesto que atiendo hasta al último chico de la fila y más. Se trabaja fuerte estos días, pero el resto del año nos tomamos vacaciones con los gnomos», cierra la entrevista ante el pedido de sus asistentes. El deber lo llama y recibe a tres hermanitas con el trillado jo, jo, jo.  

Muy cerca de la cabaña de Santa explota el final de fiesta. Sobre el escenario principal, un cantante teen de cuidado jopo aúlla villancicos tediosos, ante cuatro o cinco familias narcotizadas. Brilla una estrella fugaz. «