Si hay algo en lo que se parecen Carlos Eduardo Robledo Puch y el Carlitos de la película El Ángel, creado con maestría por Luis Ortega, es que los dos –el real y el personaje ficticio– rompieron todas las reglas: las morales, las sociales, las familiares, las psicológicas, las criminales. Son únicos en su especie. El acto de robar, más que delictivo, fue para ellos un ritual casi religioso y natural. Robledo rompió el molde. Su clase social, su familia bien constituida, su apariencia, fueron su mejor disfraz para cometer delitos, pero lo que más confundió a todos fue su belleza. Más aun en la criatura de Ortega, que se inspiró libremente en el caso real. Los dos Carlitos confundieron amistad con dolor y complicidad con traición. Y todo con una mezcla de rebeldía y libertad, con cara de inocencia y rasgos que hubiese derrumbado a Lombroso, el siniestro creador teórico del delincuente nato feo, malo e irrecuperable. Pero el mito de Robledo sigue ahí. Va contra todo. El real, fantasmizado en una celda eterna de la cárcel e Sierra Chica. El del cine, encarnado por el sorprendente Toto Ferro, traspasa la pantalla, arde y vuela alegremente hacia su propio destino. En su solitario y fatal cuento de hadas.