Un enorme esfuerzo para no ser tenidos en cuenta. Ese debería ser el epígrafe de la foto de lanzamiento del Foro para el Progreso de América del Sur (ProSur) en Santiago de Chile.

Después de abandonar indolentemente la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), un conjunto mayoritario de los actuales mandatarios de la región se dieron cita para, sin demasiadas explicaciones, sumar un espacio (así lo definieron) adicional a la superpoblada sopa de siglas que hacen cada vez más ininteligible las relaciones entre los Estados de nuestro subcontinente.

El lanzamiento logra el curioso milagro de no contar con el apoyo ni siquiera de los países cuyos representantes aparecen en la foto. El anuncio de que Uruguay, Bolivia y Suriname enviaban funcionarios de segunda línea a lo que estaba planeado como cumbre de presidentes debería haber sido suficiente para suspender el encuentro, sin embargo, la decisión de los ocho presidentes firmantes fue hacer pública la debilidad de nacimiento del foro, emitiendo una declaración que ni siquiera firmaron todos los invitados a Chile.

La profusión de mecanismos regionales en América del Sur es inversamente proporcional al débil impulso que tiene la integración económica y comercial de la región.

Esa precaria realidad, que en el pasado se buscó disimular debajo de un declaracionismo político que consolidó un «como si» al que la tanda de gobiernos de principios de siglo le rindieron culto como si se tratara de una realidad, viene a ser reemplazada, por decisión de una cohorte de presidentes con escasa capacidad para la metáfora, por un cualunquismo diplomático (si es que siquiera se puede hablar de diplomacia en este caso) que consiste en la aceptación pasiva de la colocación subordinada de la región.

La declaración de Santiago es también una admisión alegre de que los firmantes se rinden ante la evidencia de la falta de consenso interestatal y optan por su propio «como si», invocando una representación de toda América del Sur que las firmas al pie desmienten.

ProSur nace así no sólo manca, sino como una instancia que carece de la vocación de resolver ningún conflicto (algo en lo que la Unasur, en toda su precariedad, se había mostrado eficaz). Nace como un encuentro de mandatarios que renuncian a la diplomacia como forma privilegiada del relacionamiento entre Estados y abrazan el encuentro de los ideológicamente afines como único formato conveniente.

No es simplemente curioso que la cumbre haya tenido lugar sólo horas después de que Jair Bolsonaro acuchillara por la espalda a la Argentina al regalar en Washington una cuota sin aranceles para que EE UU exporte a Brasil 750 mil toneladas de trigo el mismo año en que nuestro país puede morir de inanición si no rentabiliza toda su cosecha récord.

Ese hecho le pone el moño a la futilidad de la iniciativa: Bolsonaro también ha optado por un relacionamiento internacional basado en la ideología y les ha dejado saber a sus vecinos que no son suficientemente de derecha para que los prefiera por sobre Donald Trump.