El debate real que atraviesa la cumbre de los principales líderes del planeta reunidos en Buenos Aires es la guerra comercial y monetaria que involucra a todas las potencias económicas y que tiene como principales protagonistas a Estados Unidos y China. Sin embargo, un puñado de temas han sido formalmente elegidos para darle marco a las deliberaciones.

Uno de ellos es el del “futuro del trabajo”. Posiblemente sea éste uno de los pocos puntos en los que los gobiernos sean capaces de ostentar una posición homogénea. En este caso, el debate es presentado como la disyuntiva que enfrenta el mercado de trabajo frente a la creciente irrupción de la robotización y la incorporación de tecnologías en la producción. Allí, detrás de los eufemismos propios de los documentos oficiales tales como “adaptar las instituciones del trabajo y la legislación vigente”, se oculta la homogeneidad política existente para promover en forma coordinada la flexibilización de los convenios de trabajo y las nuevas modalidades de contratación que, según los voceros oficiales, exigirían estas nuevas tecnologías.

El presidente Mauricio Macri, en la conferencia de prensa realizada en tándem con su par Emmanuel Macron, adelantó que “necesitamos una reforma laboral que libere las ataduras”.

En rigor, de lo que se trata es de un acuerdo cerrado para descargar sobre la clase trabajadora las dificultades de valorización que encuentra el capital en una fase muy avanzada del desarrollo de sus fuerzas productivas. Es la otra cara de la misma crisis que también subyace en los conflictos de naturaleza comercial e incluso en aquellos asociados a los acuerdos por el cambio climático, aunque allí la disputa se presenta entre bloques capitalistas y sus representantes nacionales.

Nada nuevo, aunque a una escala infinitamente superior. Es que detrás del debate sobre el impacto de la incorporación de tecnología a la producción, emerge por enésima vez la discusión fundante de la economía política, que no es otra que la que se propuso identificar el origen de la creación de valor y, a partir de allí, de la ganancia capitalista en el marco de las relaciones sociales vigentes.

Adam Smith, el padre de la escuela de la economía clásica, fue el primero en señalar al trabajo como la fuente del valor dando origen a la teoría objetiva que luego continuarían David Ricardo, Johann Rodbertus y Carlos Marx, y cuyo hilo conductor, precisamente, es el de atribuir al factor humano de la producción el origen de la ganancia.

Fue Ricardo quien postuló en forma adelantada que el capital fijo (maquinaria) apenas traslada su propio valor a las mercancías mientras que es el trabajo humano el que incorpora nuevo valor en el proceso productivo. En sus análisis, además, dio con la principal paradoja del sistema capitalista de producción al señalar, agudamente, que la inevitable incorporación de nuevas tecnologías como resultado de la feroz competencia entre capitalistas producía, a su turno, una desvalorización relativa de las mismas a partir de la disminución de las horas de trabajo necesarias para producirlas. Es eso lo que, implícitamente, está en discusión en el G20. Cómo resolver, en el estrecho marco de las relaciones sociales vigentes, la tendencia a la generación de un valor menor en proporción al capital invertido.

La solución, en manos de los líderes mundiales, claro, pasa por avanzar en la reducción del valor de la fuerza de trabajo para incrementar de esa manera las ganancias de la clase que representan. Un reciente informe de la OIT reconoce que entre 1999 y 2017 la productividad del trabajo en los 52 países más avanzados se incrementó en un 17% mientras que los salarios reales crecieron un 13%.

Pero esta salida no cambia las cosas, salvo provocar una enorme penuria a las masas trabajadoras y sus familias, porque la tendencia de fondo se mantiene: cada vez se precisa una menor cantidad de trabajo vivo para hacer funcionar la maquinaria productiva.

El hecho de que la robotización sea percibida por la clase trabajadora como una amenaza no es algo nuevo. La primera expresión de lucha del movimiento obrero, el ludismo, fue una reacción al mismo fenómeno generado por la primera revolución industrial a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX y consistía en una política de sabotaje a las nuevas maquinas que comprometían sus puestos de trabajo.

Con todo, no debería dejar de sorprender que el aumento en la productividad del trabajo sea percibido por la inmensa mayoría de la población como una amenaza y no como un alivio. Se trata de la paradoja más aguda de la sociedad contemporánea.

Para los trabajadores, el problema concreto es enfrentar la ofensiva que sobrevuela sobre los convenios colectivos e incluso sobre sus propias organizaciones que pretenden ser desconocidas en nombre de una nueva realidad. Pero la pelea sindical no alcanza para abordar el problema en su dimensión histórica.

No es saludable confundir el concepto de valor y el de riqueza. La robotización representa una oportunidad histórica para la humanidad a la hora de generar riqueza social con un menor esfuerzo sobre la base de un incremento sin precedentes de la productividad del trabajo. El contexto de las relaciones sociales capitalistas sujeta esa creación de riqueza a la generación de valor para que sea apropiado por la clase gobernante bajo la forma de ganancia.

En definitiva, el problema de fondo pasa por resolver cuál es la clase social que se apropia de los potenciales beneficios que conllevan los avances tecnológicos. Y ese debate ya no es económico ni se agota en una confrontación de orden sindical. Es una disputa política que implica una discusión de poder.