Si cuanto golpe de estado alrededor del mundo tiene olor a petróleo, como dicen los analistas políticos, la Cuarta Transformación que puso en marcha Andrés Manuel López Obrador mostró desde el inicio que también una renovación democrática puede apuntar a los hidrocarburos. Pero en su caso, la problemática va mostrando perfiles poco transitados en la región, como se vio en la explosión de un ducto en Tlahuelilpan, en el estado de Hidalgo, que dejó un saldo de 98 muertos y medio centenar de heridos. Era una de las miles de perforaciones clandestinas de las que se toma combustible, luego vendido en el mercado negro bajo la denominación de «huachicol».

Si bien hay toda una industria ilegal que lucra con este procedimiento, las víctimas del estallido eran pobres de toda pobreza que como último recurso agujerean las cañerías para vender lo que puedan tomar antes de que trabajadores de las compañía vuelvan a obturar la fuga. 

El presidente mexicano puso ahora en marcha un Plan de Desarrollo para 91 comunidades por donde pasan los ductos de Pemex para que más de un millón y medio de personas tengan un ingreso mínimo de unos 8000 pesos mensuales, cosa de que no deban recurrir al «huachicoleo» como forma de subsistencia.

Ya en su primer discurso desde que asumió el cargo, en diciembre pasado, AMLO puso en la mira al robo de combustible, que genera pérdidas de alrededor de 3000 millones de dólares al año a la petrolera estatal. Al mismo tiempo, anunció un «rescate» de la industria petrolera consistente en inversiones para nuevos yacimientos con el objetivo de aumentar la producción en cerca de un millón de barriles diarios al final del sexenio.

Su antecesor, Enrique Peña Nieto, había logrado en 2013 la aprobación de un plan energético con fuerte protagonismo privado que prometía el despegue de México como potencia económica, pero todo se quedó en promesas. Es así que la reforma en ese negocio que desde 1938, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, está en manos del Estado, fue un verdadero bluf.

Como destacó el actual director de Pemex, Octavio Romero, EPN otorgó 110 contratos petroleros a empresas privadas pero la producción apenas creció 30 barriles diarios.

A poco de andar, sin embargo, se vio que el ambicioso proyecto «obradirista» chocaba con una práctica asentada desde hace años en territorios empobrecidos por donde la riqueza líquida pasa de las zonas de explotación a refinerías o a distritos de consumo. Una modalidad que encontró su manera de producir el «derrame» que el neoliberalismo propone como modelo de distribución pero nunca cumple.

Según los estudiosos de la lengua, tal parece que el término huachicol proviene del latín aquati, aguado, que se utilizaba para indicar una técnica en pintura a la moda en el siglo XVI y que en francés se conoció como «gouache». Tres siglos más tarde en México se solía «pintar a la guach». Así, aguados, o «a la guach», se vendían bebidas alcohólicas fraudulentas y por extensión, los combustibles.

Ahora, siete estados mexicanos -Hidalgo, Puebla, Guanajuato, Jalisco, Veracruz, Tamaulipas y el Estado de México- concentran el 80% del huachicoleo, que entre 2016 y 2018 creció de casi 350 tomas clandestinas a 2100. Es un negocio tan próspero que hay flotillas completas de camiones que transportan combustible robado. Solo el año pasado Pemex quitó la licencia de 130 estaciones de servicio que vendían huachicol.

AMLO señaló días pasados que se habían identificado bodegas muy cercanas a los ductos donde se almacenaba combustible ilegal. Y agregó que en no pocos casos, las perforaciones habían sido hechas por profesionales ya que tenían incluso medidas de seguridad para evitar estallidos. «Ordeñan a discreción», fue la síntesis presidencial.

No es el caso de las llamadas «tomas calientes», hechas a las apuradas para sacar lo que se puede antes de ser descubiertos, y por pobladores que tienen a la venta de combustible así expropiado como última salida. A ellos se dirige el plan que anunció AMLO. Son aportes de 8000 pesos mexicanos (unos 4000 argentinos) para las familias más vulnerables.

“Que la gente no se vea obligada por la pobreza, por la necesidad, a llevar a cabo prácticas de recolección de gasolinas y de otros combustibles que, como lo hemos visto, desgraciadamente, significa arriesgar la vida, perder la vida”, dijo el mandatario.

No es que México haya inventado el gran negocio de pinchar caños de combustible para venderlo en el mercado negro. Nigeria protagoniza cada tanto los noticieros con imágenes impactantes de algún estallido en las tuberías de petróleo. También allí son desesperados que perforan los caños para obtener algo de la riqueza de la tierra sobre las que están parados y que no derrama de otra forma que mediante arriesgadas maniobras penalizadas por la ley.

En mayo de 2008 murieron cien personas en el barrio periférico de Ijegun, en Lagos. Dos años antes habían muerto 350 también en las afueras de la capital nigeriana. En 1998 se habían registrado mil muertes.