Se reconoce en Sherezade, la princesa de Las mil y una noches, a la que define como «la que ofreció su cuerpo y su vida para salvar a otros». Elisa «Lilita» Carrió, líder de la Coalición Cívica y una de las artífices de la alianza Cambiemos se nos presenta como la protagonista de una cruzada estrictamente personal. Como una «supramujer» que cumple un rol trascendental, místico, sobre nuestro escenario político. Ella es la guardiana de la República y sus valores: la justicia, la verdad y la moral. A este, su rol primordial, subordina todo lo demás.

A fines de 2018, poco después de pedirle juicio político al ministro de Justicia, Germán Garavano, Lilita nos explicaba así su «difícil decisión»:

José del Río (periodista): -¿Tiene miedo usted, Lilita?

Carrió: -No. Yo le tengo temor a Dios. (…) Yo no sé si la Nación me entiende, pero yo hay cosas que no puedo hacer (se le quiebra la voz). Yo, esconderles a ustedes, no puedo. Yo soy representante del pueblo de la Nación, yo tengo que decirles la verdad. La verdad posible de admitir incluso, ¿eh? Porque hay verdades que si yo les digo me internan en el Moyano. (…) Pero hay límites. Y el límite llegó. Porque me iba a morir yo. Para mí, la conciencia existe. (…)

Del Río: -¿Para Cambiemos no?

Carrió: -Para muchos hombres y mujeres de esta Nación la conciencia no existe. (…) Yo prefiero morir por decir la verdad, perder los votos por decir la verdad, a ser presidente mintiendo.

Del Río: -Pero institucionalmente es muy grave lo que está diciendo.

Carrió: -Estoy confesando la verdad.

A lo largo de su extensa trayectoria política, Lilita dijo luchar sola contra multifacéticos e interminables peligros: el narcotráfico, la corrupción, el menemismo, las mafias, el kirchnerismo. Semejante tarea le costó, nos explicó, un enorme sacrificio personal y familiar. «Yo decidí divorciarme por el miedo que tenía»; «no sé cómo estoy caminando, no puedo llorar todavía porque no tengo tiempo», afirmó, cuando le tocó afrontar duelos familiares y personales. Comprende a la perfección el altísimo costo que tiene el poder para las mujeres: «Siempre digo que al lado de un hombre exitoso hay una mujer de tailleur, pero al lado de una mujer exitosa no hay nadie», porque «hay que ser muy hombre para bancarse una mujer distinta».

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(Foto: AFP)


Jugar en los límites

Verdadera show-woman de la política argentina ,nos dijo alguna vez que «si yo tengo que leer un discurso, yo me voy de la política, si yo no hago entretenimiento yo me aburro de mí misma, de ustedes, de todo». Libre del estudiado y rígido libreto duranbarbista de otras mujeres de la élite de Cambiemos y poseedora de una cultura formidable, habla de casi todos los temas, y es capaz de decir casi cualquier cosa, sobre casi cualquiera. Y en ese «casi» está todo su poder.

Para cumplir con su rol de guardiana de la República, Lilita debe jugar políticamente suelta. Una «líder sin partido», libre de compromisos, de intereses, de ambiciones, de ataduras partidarias y hasta institucionales. Como en la fábula de Esopo del escorpión y la rana, Lilita nunca pudo dejar de dinamitar todo aquello que ella misma construyó, para irse después «con la carterita», como le gusta decir de sí misma. Así sucedió con todas las fuerzas y frentes que lideró: Argentinos por una República de Iguales, Acuerdo Cívico y Social, UNEN, y hasta con la propia UCR. Aunque, a diferencia de lo que ocurre en la fábula, Lilita siempre se salvó para proyectarse a un nuevo experimento político que le permitiera continuar su custodia.

Para ser la guardiana de la República, Lilita debe, además, jugar siempre al borde de las reglas, «sin filtro», como se caracteriza a sí misma. Por ser una jugadora en los límites, imprevisible e impune es más temida que amada. Es que, por definición, Lilita debe ser inmanejable: ¿cómo podría ser «manejable» (y por lo tanto influenciable y corrompible) la custodia de la justicia, la moral y la honestidad?

Este riesgoso modus operandi, que la coloca siempre en el centro de la escena, le valió diversas calificaciones médicas («loca», «psiquiátrica», «desequilibrada») que seguramente no se le habrían aplicado si ella hubiera nacido varón. Lilita suele evocar varios de los prejuicios a través de los que aún se sigue explicando a las mujeres en el poder, que lo único que logran es ocultar que ella cumple un rol político bien concreto.

Garantía y redención

Desde que Cambiemos ganó las presidenciales de 2015, Lilita es nada menos que la garantía de la honestidad del gobierno en su conjunto, y del presidente Macri en particular. Y mucho más: porque cuando esa honestidad se muestra muy lejos de comprobarse en los hechos, fue también la redentora del gobierno y del presidente, quien los perdona por sus «errores». Así, su poder dentro de Cambiemos fue cuantitativamente limitado (por el escaso peso electoral de la Coalición Cívica) pero cualitativamente gigantesco.

Para poder cumplir ese rol, Lilita debió estar siempre dentro de Cambiemos y a la vez por encima de Cambiemos, y construir un vínculo que combine tensión con recomposición: «yo no voy a romper Cambiemos pero tampoco voy a romper mi conciencia», amenazó más de una vez; «acá no va a haber impunidad para nadie».

En ese juego riesgoso, sembró intrigas, alimentó internas reales e inventó otras. «Rogelio (Frigerio) quiere ser presidente y con el peronismo puede»; «yo no puedo superar todavía que se haya ido Mario Quintana», «porque (ahora) tenés que hablar con los granaderos»; «a (Patricia) Bullrich sectores de la fuerza la están engañando. Le ponen droga para que aparezca la droga y ella la encuentre, pero el negocio sigue». Sobre sus socios radicales afirmó que «van a hacer lo que digamos, los manejamos de afuera». A todos les recordó que ella juega suelta: «a mí no me pueden sacar del gobierno porque yo estoy aquí por el voto popular».

A cambio, esta guardiana de la moral avaló hasta las más impopulares y regresivas medidas del gobierno: sobre la reforma previsional afirmó que «es un proyecto que en el futuro beneficia de una manera estable y segura a la mayoría de los jubilados»; en 2018, luego de una corrida contra el peso, aseguró que «está todo bien. Va a bajar. Vengo de Miami y está lleno de argentinos». Tras la derrota de las PASO, fue una de las pocas dirigentes que dio la cara para explicarle a las desalentadas huestes de Cambiemos que «no es mala la adversidad porque nos quita la soberbia», augurando, contra toda probabilidad, su convicción por el «triunfo de la República» en las elecciones de octubre.

Nos dijo que su relación con Macri era «espectacular», pero siempre estuvo por sobre él, como podría esperarse de una buena guardiana de la República: «él me quiere decir ‘hacé esto hacé lo otro’, ¿te imaginás? Yo soy inmanejable. Entonces hacemos acuerdos que después no se cumplen, nos reímos y después comemos asado, pero él escucha». «Es así. Es Macri-Carrió».

Más aún: Carrió hizo de su vínculo político con el Presidente casi un vínculo maternal. Si Juliana Awada se nos presentó como «la buena esposa» de Mauricio, Lilita procuró ser la tensa y contradictoria versión de una «buena madre». Exigente pero protectora, para lo cual construyó a un presidente amenazado por sospechas injustas o por conspiraciones indecibles, a las que respondió con apoyo incondicional en los momentos de mayor debilidad: «van a jugar a debilitarme a mí y al presidente, pero no pueden», tuiteó desde @elisacarrio, llamando a «parar a los golpistas». Una buena madre consejera y redentora: «yo a Macri le creo. Es muy difícil ser hijo de Franco Macri (…) Los negocios de la familia Macri me asustaban (pero) yo soy redentorista». Una madre temperamental, que para defender a su vástago no puede evitar a veces avergonzarlo: «el problema de Mauricio no es que no siente, es que es ingeniero», «vieron cómo es con los ingenieros, las mujeres les piden casamiento».

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Depredadora de reglas

Paradójicamente, esta dirigente que se nos presenta como portadora de la máxima responsabilidad política posible, la de custodiar la República, ejerce su rol con absoluta irresponsabilidad. Esto la convierte en una de las grandes depredadoras de las reglas básicas del sistema político argentino, hasta saltarse a veces los límites de la ética. Como cuando, por ejemplo, comparó a Santiago Maldonado con Walt Disney, o cuando agradeció que el gobernador José Manuel de la Sota hubiera fallecido porque eso evitó que tuviera que exacerbar su rol de denunciadora serial, o cuando afirmó que «al velorio de Néstor lo organizó Fuerza Bruta», o cuando amenazó «nos van a sacar muertos de Olivos», luego de la derrota de las PASO.

Lilita jugará siempre así, suelta y al límite. Podrá continuar siendo la fan número uno de un gobierno en caída libre, la última cruzada contra el «populismo autoritario» del «Faraón», o bien podrá, con la misma soltura, abstenerse y dejar que Cambiemos estalle por sus propios medios, o bien hacerlo estallar. O, acaso, hacer todo eso al mismo tiempo: llevar al paroxismo su fanatismo por el presidente mientras detona la interna de la coalición gubernamental de la que es fundadora y pieza fundamental. Para irse, una vez más, «con la carterita», según sus propias palabras. En esa imprevisibilidad está su poder, su capacidad para retornar siempre,más temida que amada, como guardiana de la República. «