El secretario de Estado Mike Pompeo puso en funciones a Elliott Abrams como coordinador de las operaciones para la destitución del presidente venezolano, Nicolás Maduro.  Halcón entre los halcones de la diplomacia de Estados Unidos, Abrams es un experto en golpes de Estado, invasiones y operaciones encubiertas, una característica que ya lo llevó a una condena por su participación en el escándalo Irán-Contras de la que luego fue indultado por George Bush padre.

Bush hijo lo designó en 2001 «ayudante especial del Presidente y Director para Democracia, Derechos humanos, y Operaciones Internacionales» del Consejo de Seguridad Nacional. Dos años más tarde se lució en la mesa chica para coordinar la invasión de Irak.

Con una mirada fría y penetrante que recuerda a Gargamel, el villano de Los Pitufos, Abrams ingresó a la política en el partido demócrata, pero pronto adhirió a Ronald Reagan, básicamente porque es un anticomunista furioso que alguna vez colgó en el despacho que ocupaba en la Casa Blanca una página enmarcada del diario cubano Granma con el título «Abrams es una bestia».

Desde entonces tuvo intervenciones claves en el apoyo a gobiernos derechistas en Honduras, Guatemala y El Salvador, y en la financiación de los grupos armados que combatían el gobierno sandinista en Nicaragua. Para burlar el control del Congreso, los fondos para esas operaciones salieron de la venta de armas a Irán –que ya estaba gobernado por los ayatolás– en su guerra  contra el Irak de Saddam Hussein. El dinero obtenido fue utilizado para sustentar las actividades de los Contras. Todo esto mediante empresas truchas ligadas a los servicios de inteligencia.

Cuando estalló el escándalo, en 1986, hubo un terremoto político en Washington. Una de las esquirlas le pegó a Abrams, aunque dentro de todo la sacó barata ya que solo lo condenaron por ocultar información al Congreso. Así y todo, había tenido tiempo de organizar la invasión a Panamá, en 1989, para derrocar al presidente Manuel Noriega, a un costo más de 3000 muertos, en una operación bautizada «Causa Justa».

Cientos de miles habían sido masacrados en Centroamérica en los ’80 bajo esa mirada glacial. En esos años, militares argentinos tuvieron activa colaboración con los regímenes criminales. En ese contexto, Abrams testificó en 2012 por videoconferencia en el juicio de lesa humanidad que el gobierno de Reagan sabía que la junta militar había robado bebés de los militantes secuestrados y asesinados y los había entregado a familias cercanas a la dictadura.

Incluso su declaración confirmó que no habían sido casos aislados de apropiación de menores. «Sabíamos que no eran sólo uno o dos niños, sino que existía un patrón, un plan, porque había mucha gente que estaba siendo asesinada o encarcelada.»

En un mundillo en el que todos juegan sucio como ese en el que se maneja Abrams, no extraña que a pesar de su pasado sea figura reiterada en las gestiones republicanas. Incluso que tenga prestigio como especialista en Latinoamérica. Entre quienes en los despachos oficiales no lo quieren mucho está el almirante William Crowe, jefe del Pentágono en 1989 que se oponía a la incursión armada contra Noriega. «Esta serpiente es difícil de matar», dijo de Abrams. «