Mientras estamos sobrellevando y sufriendo los costos que impone la pandemia, esta situación tiene que servir para reforzar la idea de que es indispensable un Estado activo, presente, con la gente adentro, es decir, inclusivo. Porque el Estado también está activo cuando desregula. Por eso insisto en agregar “con la gente adentro”, o “inclusivo”, para marcar la diferencia con el Estado desregulador. La inclusión se logra tomando medidas que resuelven los problemas de las mayorías, que ponen límites a la acumulación de capitales sin sentido, que limitan la fuga de divisas, que crean marcos regulatorios y legislativos que protegen a quienes necesitan ser defendidos porque son los más débiles.

Ante los impactos de la pandemia hay un fuerte pedido al Estado de ayudas de todo tipo, todas necesarias. Pero pocos se preocupan por cómo obtener los recursos suficientes para solventar esos gastos del Estado.

Alberto Fernández está encarando estos temas. En la reunión del G20 dijo a los líderes mundiales: “Enfrentamos el dilema de preservar la economía o la salud de nuestra gente. Nosotros no dudamos en proteger integralmente la vida de los nuestros” e invitó a los líderes a “que compartan nuestra visión”. Del lado de las demandas, propuso un gran Pacto de Solidaridad Global, así como bregó por la creación de un Fondo Mundial de Emergencia Humanitaria para enfrentar, mejor equipados de insumos, el contexto que vivimos. Pero también propuso soluciones para generar los recursos, e instó a actuar respecto al daño causado por los paraísos fiscales, por el endeudamiento voraz y por la concentración de la riqueza. Cabe señalar que el G20 poco hizo para cerrar los paraísos fiscales o disminuir la concentración de la riqueza.

En la web de Tax Justice Network (Red para la Justicia Fiscal) se encuentra un artículo titulado “¿Podría la riqueza que se encuentra en las guaridas fiscales ayudarnos a dar una respuesta financiera al COVID-19?”. Allí Nicholas Saxson sostiene que en las guaridas fiscales “hay entre 8 y 35 billones (millones de millones de dólares) off shore, dependiendo del criterio de medición, que podrían ser utilizados si existiese una fuerte voluntad política”. También indica que “las corporaciones norteamericanas continuaron desviando sus beneficios por U$S 300 mil millones por año para evadir impuestos en los últimos años”, para evaluar que “la evasión fiscal de las empresas le cuesta a los gobiernos del mundo entre U$S 500 y 600 mil millones por año, mientras que la evasión de los individuos es de aproximadamente U$S 200 mil millones”.

Ante tales magnitudes, queda claro que quienes generan esa sangría de recursos no son el pequeño almacén de la vuelta de la esquina o las PyMEs de las distintas economías: son las grandes corporaciones. Saxson cita al final de su nota al Papa Francisco: “los que no pagan impuestos no solo cometen un delito, sino un crimen: si faltan camas y aparatos de respiración, también es culpa suya”, una opinión que comparto plenamente.

Todos esos mecanismos existen y se conocen. De allí que yo desestimo que se modifiquen solos o porque quienes los utilizan de pronto comprendan que son injustos y que están haciéndole un gran daño al mundo. Tiene que haber una gran acordada global, a nivel de las Naciones Unidas, de los grupos como el G20, la OCDE, y otros, donde se tomen medidas concretas. Las guaridas fiscales están en lugares concretos, que son territorios de países que integran el G20.

Pensemos que una resolución de imponer un gravamen de entre el 1% y el 3%, por ejemplo, sobre todos los grandes patrimonios a escala global, generaría una masa de ingresos altísima para atender muchísimas necesidades. Consideremos por ejemplo la mayor fortuna actual según Forbes: Jeff Bezos, de Amazon, con U$S 116.000 millones. Si él tuviera un impuesto excepcional a su fortuna del 10% (mucho menos de lo que habitualmente estas fortunas varían anualmente por las subas y bajas del valor de sus inversiones financieras) se quedaría con U$S 104.400 millones. No parece tan grave.

Resistencias

Sin duda, a partir de la resolución de la pandemia, y habrá que ver en qué términos puede hablarse de resolución, el mundo no va a ser el mismo.

Pero otra cosa es que, por sí solo y por la crisis, el capitalismo financiero globalizado deje de existir. Tengo mis serias dudas. Más aún, yo creo que está atento para tratar de recuperar sus ganancias por alguna pérdida que toda esta situación le puede ocasionar. No hay que creer o imaginar que el poder económico concentrado se va a convertir de pronto en humanizado.

Puede considerarse que la rapidez, sensatez y serenidad con que el presidente Alberto Fernández encaró la lucha contra la pandemia y sus efectos sanitarios y económicos generó una ola de apoyo popular casi inédito, de acuerdo a las varias encuestas que denotan niveles de aprobación y de aceptación altísimos. Y también que comenzaron a aparecer aquellos que se resisten a este Estado presente y con la gente adentro, incluso en estos tiempos de pandemia.

Muchos analistas reconocen que está claro que en circunstancias como éstas el mercado no está en condiciones de dar las soluciones que la gente requiere, pero dejan claro que es “en circunstancias como éstas”, y siempre están abriendo la puerta para que cuando se supere la situación actual vuelva a reinar el mercado, en esa normalidad tan injusta que proponen. Un ejemplo interesante de esta postura se puede leer en La Nación, días pasados: “hay una peculiaridad latinoamericana y es que cerca de 90 millones de familias viven en zonas parecidas a villas de emergencia y favelas”. Decir que esta situación terrible responde a “una peculiaridad latinoamericana” es quitar toda responsabilidad al sistema político y económico que la engendra.

Reflexionemos: ¿quién puede resolver la situación actual? La mayoría dice el Estado (algunos, como comenté, hasta que desaparezca la situación excepcional). Pero cuando se dice Estado, se dice políticos. Entonces, que de pronto aparezca un cacerolazo tratando de objetar el rol de los políticos es llamativo. Y que además sea al día siguiente de que el Presidente habló de los “vivos”, y que iba a ser implacable con los que despiden y con los que aumentan los precios. El problema real en la Argentina de hoy no es el costo de la política, hay otros gastos más significativos y acuciantes, como los intereses de la deuda pública, por ejemplo. Pretender instalar que el problema es el costo de la política es querer llevar a la sociedad a una discusión arbitraria, falsa. Es un tema simbólico: detrás de ello hay una intención de degradar la política y de degradar al Estado. No tengo la menor duda.

Y quizá, con este tema, se quiera ocultar que la Argentina era un país en crisis cuando asumió Alberto Fernández el 10 de diciembre, con un producto bruto que se había achicado, con una pobreza que había aumentado, con un desempleo que había crecido. En esas condiciones de debilidad heredada hay que enfrentar una pandemia que exige ingentes recursos, así como decisiones valientes, sensatas, como las que está tomando el gobierno.