Las fronteras pueden ser visibles o invisibles. Las primeras figuran en los mapas. Las segundas se inscriben en las almas. En la cartografía del territorio conocido como Gran Buenos Aires, esta diferenciación entre los límites reconocidos y los que permanecen fuera de todo registro puede resultar una buena guía. Es, a fin de cuentas, un recurso útil para entender. Entre el Conurbano y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires existen dos demarcaciones geográficas, materiales: el Riachuelo y la avenida General Paz. Sin embargo, la experiencia de vivir o transitar por ambos territorios permite constatar fronteras de otro tipo. Son las desigualdades.

Hablar de desigualdades lleva a pensar en una región polarizada, de contrastes extremos, con urbanizaciones acomodadas y casi siempre amuralladas, que comparten una misma geografía con barrios pobres, marginados. Esa postal de un Conurbano como territorio de los opuestos que confluyen en una zona existe y, en los últimos 30 años, se fue convirtiendo en la imagen arquetípica que los medios eligen mostrar y al mismo tiempo refuerzan. La polarización extrema de lo distinto. Lo más rico y lo más pobre: la villa La Cava y los barrios residenciales del Bajo de San Isidro. Es la mirada impresionista y estereotipada del Conurbano: los que ganaron, los que cayeron. Pero, dato insoslayable, el GBA también está constituido por franjas heterogéneas de clase media, asentadas en localidades que crecieron a principios o promediando el siglo XX, y que impusieron una identidad construida en torno al sacrificio del inmigrante.

Aunque en el Conurbano existen, en efecto, fronteras -límites que expresan modos desiguales de acceso al suelo, a los servicios básicos urbanos, a la regularización dominial, al consumo, al trabajo, a la prestación de salud, a la seguridad y al crédito- eso no significa que millones de argentinos y extranjeros residentes en el Área Metropolitana del GBA y la CABA no estén integrados en un espacio continuo urbano-suburbano que tiene su expresión cotidiana en el ingreso diario a la Capital Federal de 3 millones de bonaerenses que trabajan del otro lado del Puente Pueyrredón o de la General Paz, por mencionar una imagen bien gráfica.

La integración del territorio porteño con los cordones bonaerenses se refleja también en el concepto que utiliza el INDEC para sus estudios poblacionales. Bajo el término Aglomerado Gran Buenos Aires, o también Área Metropolitana de Buenos Aires, el organismo de las estadísticas denomina a la extensión territorial compuesta por la Ciudad Autónoma, por 14 municipios que la rodean y por superficies parciales de otros 18 partidos algo más distantes. Son 11434 km2 sin contar a las islas del Delta. Examinada sobre un mapa o analizada en una oficina, esa cifra impacta como un número más, simple y frío. Pero si se coloca el lente, en una suerte de zoom in fotográfico, sobre la vida cotidiana de esa región urbana y suburbana con zonas todavía semi-rurales, se observa que la disputa por el acceso al suelo es –lo sigue siendo- el principal conflicto y disparador de injusticias.

Investigadora del Conicet, especializada en la problemática urbana del AMBA, la antropóloga María Cristina Cravino (doctorada y con un magíster en Administración Pública) plantea que la reconfiguración de la periferia como un “espacio de disputa por el uso del territorio” se produjo en los años ’90. Esa competencia, que enfrenta a los sectores populares con sectores de clase media y media-alta, se multiplicó en esa década a partir de la incorporación de capital intensivo y de mucha tecnología para mover suelos y rectificar el curso de arroyos y ríos en zonas que antes eran inundables. “En esos lugares se solían ubicar los sectores populares que no tenían acceso al suelo. Pero a partir de esa reconversión surgieron predios como Nordelta. Así se amplió el mercado del suelo. La conversión de lo que hasta entonces era suelo rural en suelo urbano acarreó ganancias extraordinarias, una rentabilidad como ninguna otra actividad económica. Esa reconfiguración aceleró la expansión de la ciudad hacia la periferia con menor densificación”, señala. 

“La disputa por el suelo es una realidad concreta”, coincide el economista Esteban Sánchez, miembro del Observatorio Metropolitano de Economía y Trabajo de la Universidad Nacional de Moreno (UNM). “La superficie que ocupan las urbanizaciones cerradas en el AMBA es superior a la extensión territorial de toda la CABA. Este dato no es para nada superfluo. Además, estos núcleos de urbanizaciones cerradas generan polos de servicios en torno a ellos. Dinamizan la economía con oficinas inteligentes, restaurantes, espacios para entretenimientos. Estas urbanizaciones aprovecharon el bajo precio del suelo, el boom de los fideicomisos y la construcción de autopistas. Pero los estudios demuestran que el efecto ‘derrame’ que producen no trasciende hacia un radio geográfico significativo. Porque no hay un cambio de empleo. Los habitantes de estas urbanizaciones no son agentes dinamizadores más allá de su capacidad de consumo”, advierte Sánchez.

La inversión en este tipo emprendimientos inmobiliarios no sólo provocó enormes ganancias a las constructoras pioneras en la oleada. La proliferación de “countries y barrios cerrados”, como se los llama habitualmente, refleja un fenómeno cultural bastante estudiado: la búsqueda de cierto repliegue social y segmentación de clase por parte de, por citar otro arquetipo, muchas parejas jóvenes con hijos de clase media-alta. “Esta expansión de las urbanizaciones cerradas compite por el suelo vacante que es utilizado por los asentamientos irregulares y la agricultura de proximidad, la producción de escala familiar. Tampoco es casualidad que desde diciembre de 2015 se haya abandonado el fomento estatal a este tipo de producción –mayormente hortícola- y la desarticulación de los programas de asistencia del INTA”, agrega Sánchez.

La apropiación de las tierras disponibles que se registró en los últimos 30 años, con el auge de  proyectos inmobiliarios destinados a las capas medias-altas y altas, profundizó una desigualdad pre-existente. El momento clave en la reconfiguración regresiva del acceso al suelo es el dictado en 1977, por parte de la dictadura de Jorge Rafael Videla, del decreto-ley 8912/77. Esa norma terminó con la venta de lotes en cuotas y sin interés, alternativa que se había convertido en una modalidad de acceso al suelo urbano accesible para los sectores populares y de clase media-baja. “Buena parte del conurbano había accedido a comprar un lote de ese modo. Eran lotes que no tenían infraestructura a su alrededor. Por eso, los vecinos se juntaban en sociedades de fomento y ponían plata para el asfalto, hablaban con la municipalidad para que extendiera el servicio de recolección de residuos y los colectivos, las escuelas y la salud”, recuerda Cravino.

La dictadura de 1976-1983 tuvo una política global y coherente en su objetivo de liberalizar la compra-venta de tierras y restringir a los pobres el acceso al suelo urbano. Sobre todo si se trataba de lotes potencialmente caros. En ese período, y en simultáneo, se erradicaron buena parte de las villas y asentamientos del territorio porteño (sus ocupantes fueron expulsados al GBA), se encarecieron los servicios, se liberaron los precios de los alquileres y se permitió la indexación en la compra de lotes. “El libro que relata todo ese proceso –cuenta Cravino- es Merecer la ciudad. Los pobres y el derecho al espacio urbano, de Oscar Oszlak. Explica cómo era la política del gobierno militar, que era liberal o neoliberal, como lo querramos llamar. Fue un cambio de normativa urbana que constituyó una barrera central. A partir de ahí, nunca más los sectores populares pudieron comprar un lote en cuotas. Todo eso fue un empuje a las ocupaciones de suelo. Es una de las explicaciones de por qué crecen los asentamientos.”

En materia de acceso al suelo, la historia de los últimos 45 años nunca se revirtió completamente. A esa neoliberación del mercado inmobiliario se le sumó otro proceso económico que se extendió por décadas desde el golpe de Estado del ’76 y que tuvo, también, un impacto devastador en el tejido urbano. La desindustrialización. “De todos los síntomas preocupantes que van en contra de mejorar las condiciones de vida de los habitantes del conurbano, el más grave es la desindustrialización”, remarca Cravino. Efecto de políticas económicas específicas, el cierre de fábricas y el deterioro de la industria ligada al mercado interno repercute de modo inmediato en el bienestar del GBA: la industria es el sector de la economía argentina que tiene más capacidad para dar empleo. En la Argentina, la desindustrialización que se inició con el shock de José Alfredo Martínez de Hoz se mantuvo con mayor o menor intensidad, salvo el tramo Post-Convertibilidad y el período 2003 -2015. “El conurbano es la región geográfica del país en la que está más concentrada la producción manufacturera. Por eso, todo lo que pase con la metalmecánica, la industria derivada del cuero, el rubro textil, los muebles y derivados de papel, repercute muy fuerte sobre el Gran Buenos Aires”, dice Sánchez.

Muchos factores contribuyen a la desigualdad en el Conurbano. Todos estos procesos –que comenzaron en el último cuarto del siglo XX– se mantienen en el presente, pero multiplicados. A pesar de que el año 2017 registró un crecimiento en la construcción, que provee de “changas” a muchas familias del GBA, los números del año 2016 habían sido catastróficos. Y a esta caída del trabajo de albañiles, electricistas y responsables de obra, hay que sumarle el descenso del poder adquisitivo de los trabajadores sindicalizados. Como también de los beneficiarios de AUH, cuya percepción mensual cayó mucho en proporción a la inflación y la suba de tarifas. “En esta tercera ola neoliberal, que es más heterodoxa y difícil de caracterizar, nos encontramos con que en el conurbano hay mucha gente que está dejando de pagar los servicios por falta de capacidad económica. Ahora que existe el medidor prepago, para el consumo domiciliario de electricidad, uno ve gente que no tiene para pagar. Y no hay nada peor que una casa sin electricidad: no se puede tener una heladera para mantener la comida, no se puede nebulizar a un chico. También hay problemas en el acceso al agua corriente”, cuenta la antropóloga Cravino.

 Los investigadores que recorren el Conurbano detectaron otro fenómeno, también motivado por el descenso de las “changas” y la pérdida de los salarios ante la inflación. Lo explica el economista Pablo Chena, investigador del Conicet especializado en temas financieros. “Como parte de la financiarización que estamos viviendo, hemos podido detectar, en base a encuestas realizadas en el conurbano, que los sectores populares se están endeudando a tasas altísimas, con importantes sobretasas sobre las tarjetas de crédito bancarias, a través de financieras no bancarias, con créditos a sola firma en los mismos comercios o utilizando la tarjeta Argenta del ANSES. Lo que sucede es que los sectores populares contraen deuda para comprar electrónica o indumentaria, hasta incluso alimentos. Y de ese modo reemplazan el efecto de la caída del ingreso. Se están endeudando a tasas de entre 70% y 100%, lo que implica un 30% de sobretasa respecto a las tarjetas bancarias tradicionales, a las que no tienen acceso. El tema es que año a año, la deuda les crece entre un 70% u 80% mientras que el salario sube un 15% anual promedio. Quedan atrapados en una maraña financiera muy grave”, denuncia Chena. 

Trasladarse, ese trauma cotidiano

Neoliberales, socialdemócratas o populistas, todos los gobiernos que administran grandes megalópolis con periferias alrededor saben que el transporte público es esencial. La movilidad diaria de los trabajadores, el viaje de fin de semana de las familias con residencias fuera de la ciudad, la llegada de los turistas, las facilidades de logística a la hora de organizar un evento deportivo de alcance global. Las redes de transporte son claves. En el AMBA (CABA + GBA) se vive este proceso, no sin conflicto y tras algunos episodios traumáticos como el accidente de Once. No es casual, por lo tanto, que las mega-obras de modernización del transporte (soterramiento del Tren Sarmiento, relanzamiento del RER) o la extensión del Metrobus ocupen tanto espacio en el discurso de Cambiemos. Mientras tanto, las desigualdades, que son estructurales, subsisten. “No sé si está entre las peores de América Latina, pero la oferta de transporte en el AMBA es totalmente deficitaria. Porque se viaja más tiempo de lo que se debería. Además, como la modalidad de los trabajos cambió, una de las cosas que uno más escucha en las historias de vida de los trabajadores del Conurbano es que a veces no pueden agarrar un trabajo porque no tienen cómo llegar a su casa. Hay que mejorar la calidad y la extensión territorial del transporte público, pero también ampliar los horarios en que circula. Y esa ampliación del horario tiene que ir acompañada, por supuesto, de mayor seguridad”, plantea María Cristina Cravino, investigadora del Conicet y de la Universidad de General Sarmiento (UNGS).

Contaminación estructural

Vivir a la vera del Riachuelo, en Villa Inflamable, Dock Sud, partido de Avellaneda. Respirar el aire tóxico que emana del arroyo Las Piedras, en Quilmes, convertido en un inmenso depósito de residuos a cielo abierto. Convivir con enfermedades gastrointestinales, pulmonares, dermatológicas. Habitar una casa en el barrio Libertador de José León Suárez, también conocido como “Villa Basural”, emplazado en los bordes del Complejo Ambiental Norte III del CEAMSE. No tener agua corriente en el domicilio y que el presupuesto familiar no alcance para hacer una perforación profunda, por lo que el bombeador extraerá agua de napas contaminadas con materia fecal u óxidos desechados. Estas escenas subsisten a través del tiempo, son postales del presente. Y reflejan una injusticia estructural: toda la basura que produce la Ciudad Autónoma se vuelca en el GBA, con el pago de un canon. “Uno de los grandes temas del Conurbano, junto con la cuestión habitacional y el transporte, es qué hacer con los residuos sólidos domiciliarios”, señala María Cristina Cravino. Un litigio en pleno curso es la intención de la intendenta de La Matanza, Verónica Magario, de terminar definitivamente con el relleno sanitario de González Catán, también del CEAMSE. Los municipios no quieren ser destinatarios de la basura de otros pero, al mismo tiempo, necesitan descargar sus propios desechos en algún lado. Además, la contaminación en el GBA llega a través de los ríos: las aguas de las dos cuencas hídricas –Matanza-Riachuelo y Reconquista-Luján– bajan turbias. Como en la legendaria película de Hugo del Carril. 