El tratamiento de la ley de interrupción voluntaria del embarazo en el Congreso fue congruente con lo que estaba ocurriendo en la sociedad. La encuesta del Observatorio Electoral sobre el tema realizada en todo el país (1165 casos telefónicos) entre el 30 de julio y el 2 de agosto pasados muestra que el 43,2% está de acuerdo con el aborto voluntario y el 41,5% en contra, con un 15,3% que responde no saber. En la Cámara de Diputados, cuya composición refleja –más o menos, digamos– la distribución de la población argentina entre provincias, el proyecto se impuso por pocos votos (129 a 125). Pero en el Senado, como sabemos, la ley perdió por un margen algo mayor (38 a 31). Ocurre que en casi todas las provincias del Norte Grande la tasa de rechazo a la ley era mucho más alta que en las del resto del país. En promedio, más del 60% del electorado de las provincias del Nordeste (Chaco, Formosa, Misiones y Corrientes) rechaza la IVE y más del 70% lo hace en las del Noroeste (Salta, Jujuy, Tucumán, Catamarca, La Rioja y Santiago del Estero). Tucumán, la capital nacional de las «2 vidas», es donde se registran los más altos niveles de rechazo, cercanos al 80 por ciento.

Por lo tanto, podemos decir que una variable influyente en el voto de los legisladores (más visible, tal vez, entre los senadores) y en el resultado final fue la geopolítica. Es decir, la política territorial. Hubo casos de legisladores que estaban a favor de la ley y votaron en contra, y de legisladores que estaban en contra que lo hicieron a favor. En ambos casos, claro, se trataba de legisladores con convicciones más flexibles: ni Esteban Bullrich ni Victoria Donda hubieran cambiado sus votos en función de las preferencias de sus electorados.

Con los datos de la votación, podríamos clasificar a los legisladores en tres grupos: los «partidistas» (los que alinean su voto con los del bloque), los «libres de conciencia» (los que votan de acuerdo a sus creencias personales) y los «distritistas» (los que se alinean con los electorados de su jurisdicción). Entre los primeros, hay que destacar dos bloques: la Coalición Cívica en Diputados, y Unidad Ciudadana en el Senado. En el primero de los casos, hay información que sugiere que hubo diputados «lilitos» que eran personalmente afines al «pañuelo verde» pero votaron en contra de la ley para no contrariar a su lideresa, Elisa Carrió. En el caso de los senadores de Unidad Ciudadana ocurrió lo mismo, pero al revés. La senadora García Larraburu, que había anunciado votar como sus colegas de bloque y luego cambió, aparentemente mutó de partidista a una de las otras dos etiquetas. Aún no sabemos a cuál. Cabe destacar que, en el caso de los legisladores partidistas, lo que orienta el timón del jefe o jefa de bloque es un asunto aparte. Sabemos que Elisa Carrió es personalmente contraria al aborto legal, pero en el caso de Cristina Fernández de Kirchner pareciera tratarse de un nuevo alineamiento. Ella siempre se manifestó contraria al aborto por motivos religiosos, pero en su exposición en el Senado adujo haber sido transformada por el activismo del movimiento feminista. En ese caso, estamos ante una jefa de partido que se alineó, a su vez, con las creencias o posiciones de otro movimiento. En este caso, un movimiento social.

También podríamos clasificar como partidista la opción de algunos diputados de Cambiemos que se decidieron a último momento a favor de la ley de IVE. Hay fuertes indicios de que la Casa Rosada quería la media sanción, por motivos más tácticos (o estratégicos) que normativos. El Ejecutivo quería que la ley sea dirimida en el Senado. Sin embargo, y más allá de estas intervenciones puntuales, es claro que los bloques grandes (Cambiemos y los peronismos) no pudieron orientar a sus miembros: ni a los «libres de conciencia» ni a los «distritales». Ideología personal y geopolítica (mal llamada «federalismo») superaron a los partidos políticos. En este último caso, hay que destacar que en los diferentes casos de legisladores adaptados a sus electorados de distrito había aspirantes a los cargos ejecutivos (gobernaciones, intendencias) por venir. En general, las cuestiones programáticas no son tan influyentes en el Congreso pero la profundidad alcanzada por esta controversia asustó a muchos precandidatos de 2019. Se convencieron de que votar en contra de sus electorados mayoritarios podía arruinarles la carrera. En ese sentido, el timing de esta votación fue malo. Si se hubiera tratado del año 2016, con las elecciones ejecutivas a varios años por delante y con los planes político-electorales menos claros, seguramente las creencias y los partidos hubieran pesado más que los pagos chicos. A menos de un año de las Primarias, lo electoral determinó.

Habría que agregar que toda esta dispersión de posiciones, que terminó mostrando todas las aristas de la complejidad del asunto («riqueza legislativa», podríamos llamarla), fue en cierta medida posibilitada por el mutismo presidencial. En un país presidencialista como el nuestro, el activismo presidencial es un gran ordenador de posicionamientos. La forma en que se desenvolvió este proceso fue inédita: un presidente abrió la puerta, las agendas sociales preexistentes (verdes y celestes) entraron con fuerza y dominaron la escena, y el Congreso la cerró. Por ahora. «