La final de la Copa Libertadores acaba de cumplir el tiempo que dura un Mundial. Un mes desde la noche en que Boca pasó a la final, donde ya lo esperaba River, 31 días en los que hubo tres suspensiones -el agua, la piedra y el escritorio-, poco más de 90 minutos de juego y horas insoportables de palabras, porque también es la final más charlada de todos los tiempos. Si una guerra duró mil días, y si diez días conmovieron al mundo, este River-Boca, una expresión de la argentinidad, puede que se termine entonces, que se defina, en una semana en el Santiago Bernabéu, cuando sea de noche en Madrid, cuando en Buenos Aires la tarde se caliente por el encendido de los televisores. Que River-Boca se juegue en Madrid y no en Buenos Aires, a 10.039 km del lugar en el que se tendría que jugar, supone una entrega de la Conmebol, que desacreditó a la Argentina después de que se jugara en la Bombonera, pero sobre todo la naturalización de esa supuesta imposibilidad, la derrota de la gran mayoría de los hinchas que fueron y aguantaron en calma en el Monumental.

Boca no se quedó conforme con el fallo adverso a la presentación que buscaba que le den por ganada la Copa y apeló en la Conmebol. River no se quedó conforme con los fallos que lo sancionaron y con la quita de la localía y apeló en la Conmebol. Boca y River, sin embargo, volarán en la semana con destino al aeropuerto de Barajas. Y nunca volarán solos. El show continúa en tanto lo que consideremos pasión continúe. A pesar de que se hable de la “Copa Libertadores de España” -o “Conquistadores de América”, o “Colonizadores de América”, eso queda a gusto- hay hinchas que sacaron pasajes sin pensarlo dos veces, sin una mínima precisión de las entradas, y una comunidad argentina en España, la más grande en Europa con alrededor de 250 mil argentinos, convulsionada por el partido. “Me cae para el carajo que se juegue la final en España y que nos hayan sacado esa igualdad deportiva con los hinchas visitantes -dice uno de ellos, Ezequiel Martínez, argentino, 32 años, despachador de cervezas en un bar de Bilbao, fanático de River-. Voy a ir porque estoy cerca, y sólo porque tiene el condimento de ser una final, devaluada, pero final al fin”. Para disfrutar un hecho artístico, escribió el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge, “hay que suspender la incredulidad”. Coleridge murió en 1834, antes de que en Inglaterra se inventara el fútbol en el siglo XIX.

La final entre River y Boca que superará a los días de un Mundial es también un guiño de la Conmebol al mundo, acaso la primera gran expatriación del fútbol en el concierto global. La Conmebol (Alejandro Domínguez), la FIFA (Gianni Infantino) y la UEFA (Aleksander Čeferin) encontraron eco en Real Madrid (Florentino Pérez) y la Real Federación Española de Fútbol (Luis Rubiales), que aceptaron acoger el Superclásico. La Federación Española recibió esta semana una demanda de La Liga -la estructura que organiza el torneo español y que preside Javier Tebas, nuestra Superliga- para que le permita que Girona-Barcelona, por la fecha 21, se juegue el 26 de enero del año que viene en Miami, en el Hard Rock Stadium. Tebas, un viejo conocido de Mauricio Macri, su Durán Barba en cuestiones futbolísticas, puede decirle a Rubiales que si aceptó la final de la Copa Libertadores en Madrid, puede aceptar que un partido de Liga se juegue en Estados Unidos. En septiembre, Jaume Roures, dueño de Mediapro y socio comercial de Tebas en la empresa Soccer International Marketing, había dicho que la UEFA negociaba trasladar la final de la Champions League 2021 a Nueva York. Es decir, la primera final de la Champions fuera de Europa. La UEFA no imaginaba tener en Madrid la primera final de la Copa Libertadores fuera de América. Para Rubiales, el triunfo también está en la organización del Mundial 2030. España es candidata. El movimiento es clave: posiciona a su país y saca de la cancha a las sedes que querían competir: Argentina, Paraguay y Uruguay.

Y está el punto de origen, el que nos lleva hasta la final en el Bernabéu. Los piedrazos y botellazos que impactaron contra los vidrios del micro y lastimaron a los jugadores, el instante en el que River-Boca entró en un pozo ciego. “Pararnos cerca del umbral de la violencia se siente increíble -analizó Brian Phillips en The Ringer, lejos de Argentina, de barras y de ‘inadaptados de siempre’-. Esta es la razón por la que la idea de deportividad, a pesar de que ha sido explotada hasta la muerte por los patriarcas hipócritas y los comentaristas de televisión, es finalmente algo tan hermoso: porque dice, en efecto, que así es como es la naturaleza humana, y no podemos sobrevivir sin acceder a partes peligrosas, pero podemos construir un código, una especie de juego dentro del juego, que nos permita hacerlo sin destruirnos a nosotros mismos”. Con la final en España se pretende que la violencia, omnipresente en todos los deportes, no sea la protagonista principal. El Bernabéu no anula nada, no es la excepción, aunque el presidente de la Conmebol diga que la violencia no tiene cabida en el fútbol. La final del Superclásico por la Copa Libertadores en Madrid parece ser más una huida y, sobre todo, una oportunidad única para esos patriarcas hipócritas del negocio.