En el bosque hay un duende regordete. Sonrisa dibujada, larga barba ya canosa, cuerpito por demás macizo y, por supuesto, gran bonete. Reposa relajado, quizá algo solemne, duro como toda buena estatua. «A veces pienso que debo tener algo de estos enanos. Y no lo digo por la barriga, sino por cómo me gustan los hongos. Son mi pasión», dice Gabriel Terzzoli, entusiasta micófilo y dedicado productor de muy diversas especies del reino funyi en la Villa de Merlo, provincia de San Luis.

«Primero, aclaremos los tantos –dice el caballero–: ni animales ni vegetales, los hongos son un reino aparte, del que no se sabe demasiado y todavía queda mucho por estudiar. Hay 250 mil especies conocidas, pero más de un millón y medio por describir. Tienen rasgos del reino animal. Por ejemplo, el gameto masculino es igual al del espermatozoide. Y también son seres que responden a los ciclos circadianos, los ritmos que tenemos los individuos de una especie. ¿Sabía que los humanos compartimos el 30% de los genes con los hongos? Pero vamos más despacio. Ya le dije que soy un apasionado, por eso creamos este espacio.»

Terzzoli detiene su apasionado relato por unos segundos, otea el bosque al fondo de sus dominios puntanos como para tomar envión, pasea por los senderos de su memoria y luego se larga a recordar la génesis de MundHongo, el proyecto productivo que le cambió la vida para siempre: «Con mi familia queríamos estar más cerca de la tierra. Los hongos nos dieron esa posibilidad. Acá estamos, creciendo de a poco.»

Larga vida al shiitake

Había una vez, allá por el año 2000, en la zona de Pergamino, un ingeniero agrónomo especializado en genética de semillas que se ganaba la vida trabajando día y noche para una empresa agroquímica de las grandes: «Un oficio que requería mucha atención y devolvía bastante tensión –recuerda Terzzoli–. Que viajar a China para buscar una semilla, que una escapada a Formosa para diseñar un híbrido de maíz… Cruzaba variedades de todo el mundo, un mejoramiento que se hace desde el principio de la agricultura.» Cuando cumplió 38, en paralelo al desembarco de los transgénicos en las pampas, su cuerpo le hizo entender que el ciclo en el gremio semillero estaba terminando: estrés, colesterol. Necesitaba un cambio de vida. Así hacen su aparición estelar los hongos en esta historia. Para ser más precisos, el shiitake, el «hongo de la larga vida» que cultivan los orientales hace mil años.

Terzzoli los incorporó a su dieta por el sabio consejo de su esposa, Patricia Harper, madre de sus cuatro hijos y odontóloga de profesión: «El shiitake es el hongo que más se consume en el planeta, después del champiñón –explica la dama–. Por sus propiedades, es reconocido como el hongo de la salud: baja el colesterol, regulariza la presión arterial y fluidifica la sangre.» En pocos meses, Gabriel estaba hecho un pibe de 40.

Quizá fue sólo una señal, un indicio de que su nueva vida recomenzaba bajo el sombrero protector de las setas. «Como buen descendiente de tanos, siempre me gustaron los hongos –aclara Gabriel–. Cuando viajaba al exterior, comía. Acá no había mucha variedad. La Argentina es un país sin demasiada tradición en el consumo. En Hong Kong o Alemania es como comer pollo. Producen mil veces más que nosotros.»

De un día para el otro, Terzzoli comenzó a cultivar como quien planta tomates en el fondo de su casa. También se ilustró en la materia: «Las formas de siembra son a partir de una semilla de algún cereal inoculada con el micelio del hongo –detalla–. Para el cultivo silvestre se utiliza álamo carolino. Se le hace un tajo en el tronco y se pone la semilla miceliada. Es un producto muy noble, no hay con qué darle. Tienen proteínas como si fueran un chivito, pero son súper sanos, con muchas propiedades para el organismo.»

En 2003, los Terzzoli levantaron campamento bonaerense y se mudaron a Rincón del Este, a pasitos del centro de Merlo y sus cerros. Pusieron manos a la obra y en poco tiempo, los hongos salieron como hongos. Cultivaron sobre troncos y en el sótano de la casa variedades de gírgolas y fueron pioneros en la producción del shiitake. La fama de sus productos corrió de boca en boca: los vecinos, los verduleros, los cocineros, los turistas cayeron rendidos ante el encanto de sus manjares frescos. Luego dieron un paso más allá con las conservas, los licores y los hongos disecados. Y desde hace un tiempo, sumaron un recorrido didáctico por el predio: Patricia da clases magistrales y su hija mayor aporta desde la academia: estudia Biología, con especialización en, obvio, micología.

Antes de comenzar el recorrido por el bosque, Patricia exhibe un exuberante sombrero de shiitake que podría alimentar a toda la casa imperial japonesa: «Creo que en la Argentina reina un gran desconocimiento respecto de los hongos –especula la señora–. Si tenés de estos en la heladera, te olvidás de ir a la carnicería. Podés hacerte un omelette, una tarta, un risotto, una ensalada. El menú es infinito.»

Ojalá que llueva, que crezca…

En el subsuelo del bosque hay una selva de micelios. «En el reino de los hongos, lo esencial es invisible a los ojos –aclara Patricia mientras recorre los senderos_. El sombrero es el hijo, la flor, el fruto. El micelio, su cuerpo bajo la tierra. Es una red neuronal muy delicada que puede abarcar kilómetros, comunicar a este pino con el arroyo, contarle que estamos acá.» Una suerte de antecedente silvestre de la Internet, que habita el planeta desde el comienzo de los tiempos. Inteligencia fungal.

La guía asevera que el micelio nunca muere. Sobrevivió a los grandes cataclismos de la naturaleza. También a los desastres generados por la mano humana, como las guerras mundiales y las bombas de destrucción masiva coronadas por hongos atómicos.

A los pies de un sauce crece saludable un ganoderma australe, una variedad muy utilizada con fines terapéuticos. «Me gusta decir que los hongos son muy potentes en todo lo que quieren hacer –explica Gabriel–: los medicinales y los comestibles, los venenosos y los alucinógenos… Todo lo que hacen, lo hacen con potencia.»

Groucho Marx alguna vez dijo que todos los hongos son comestibles. Algunos solamente una vez. La amanita phalloides crece debajo de los pinos y cuenta con el más temible apodo de la colectividad: «El hongo de la muerte». Ante su carnoso sombrero cayeron mortalmente rendidos desde el emperador romano Claudio hasta el Papa Clemente VII.

Su familiar directa, amanita muscaria, tiene mejor fama, ganada en base a su techo colorado con pintitas blancas y sus dotes alucinógenos. La usaban los vikingos como vigorizante antes de enfrentar la muerte en combate, también Lewis Carroll para inspirar las aventuras de Alicia, los poetas beatnik para despertar sus aullidos, los pitufos como refugio y el fontanero Súper Mario para sumar puntos en la consola de Nintendo.

Antes de cerrar el paseo, Patricia se ilusiona con los trabajos de biorremediación que aplican hongos para resucitar suelos y ríos contaminados: «Sí que son potentes, por eso hay que respetarlos, traen esperanza», dice la guía, mientras convida unos champiñones a la provenzal admirables. Dos duendes la custodian a pocos pasos. Encantados. «