Mientras cuelga una toalla en el pulmón donde respira el Hotel Gondolín, Yoko dice que tiene un sueño, un propósito en la vida: «Tener mi salón de belleza y estar siempre así de regia», bromea la jujeña y deja ver una sonrisa blanca como salar del Altiplano. 

Yoko mira una vez más el cielo limpio de otoño que techa el patio y cuenta que hace tres años dejó atrás su Ledesma natal, harta del abuso, los calabozos y el garrote fácil de la policía: «En el norte hay mucha discriminación. No hay respeto y no se puede trabajar en paz. Lo que yo quería era libertad y acá estoy, libre». En Buenos Aires no tenía parientes ni conocidos, mucho menos un techo para pasar la primera noche. Entonces siguió el consejo que le habían dado unas sabias colegas comprovincianas y se vino directo a la pensión enclavada en Villa Crespo: «Llegué con una mano adelante y otra atrás, pero en el ‘Gondo’ me abrieron las puertas. Acá encontré una cama, también muchas amigas, pero sobre todo una familia».  

La historia de Yoko no es demasiado distinta a la de las otras más de 40 chicas trans que autogestionan el edificio de la calle Aráoz al 900. Un hotel que desde hace casi dos décadas da amparo a las travestis que llegan del interior con el sueño de forjarse un futuro en la gran ciudad.  

La toma

A mediados de los ’90, el Gondolín era una pensión muy venida a menos que rentaba piezas a familias de billeteras flacas. También a muchas trans que se ganaban la vida haciendo la calle en las zonas rojas de Godoy Cruz y los bosques de Palermo. La psicóloga social y activista Marlene Wayar recuerda que «entre todo el inquilinato paupérrimo de aquel tiempo, el hotel era uno de los más abusivos con las travestis». Por una renta digna de un petit hôtel de Barrio Norte, el dueño brindaba un servicio de mazmorra: caños rotos, baños pestilentes, cables eléctricos corroídos, suciedad generosa y las ratas como compañeras indeseables. Una auténtica pocilga.  

Zoe puede dar fe de las penurias de antaño. Dejó Salta en los primeros años del menemato y aterrizó de urgencia en el Gondolín: «En un principio era un hotel familiar, pero el dueño empezó a alquilarnos a nosotras porque era más negocio. El trabajo en la calle deja plata por día. Por eso nos cobraba el doble, el triple… Era un desastre: no había cocina, no funcionaban los baños, un peligro todo. Con las compañeras nos fuimos empoderando y un día dijimos basta».

Se decidieron a hacer la denuncia y al tiempo cayó una inspección, que constató las nefastas condiciones habitacionales del local: «Fue clausurado, pero nosotras quedamos adentro –agrega Zoe–. Lo tomamos en forma pacífica, porque era nuestro hogar. Y además, ¿adónde íbamos a ir?». Pese a que una orden judicial amparaba su permanencia, un día el dueño apareció con aires de patrón de estancia e intentó recuperar sus dominios. Las chicas no cedieron y el hombre huyó derrotado entre abucheos y una lluvia de basura y yerba mate, en una escena que parecía sacada de una crónica del chileno Pedro Lemebel. 

Nunca más regresó, pero dejó sus deudas: «Para hacerle una idea –ejemplifica Zoe–, el año pasado pagamos más de 40 mil pesos que el tipo adeudaba de ABL». Hace un tiempo, los familiares del antiguo propietario volvieron a la carga con una demanda de desalojo. Pero eso no apichona a las habitantes del Gondolín. Ellas se juramentaron no bajar los brazos. Como demuestra su historia.

Asamblea general

¿Y cómo se maneja un hotel? La respuesta fue colectiva: la autogestión. Decidieron organizarse y pusieron manos a la obra en la administración del Gondolín. Redactaron un código de convivencia, que marcaba faenas, normas de limpieza y de armonía. Pero no todo fue color de rosa. Atravesaron años difíciles, oscuros, a la sombra de la pasta base y otros males de la miseria: «Yo llegué en 2010, y la primera noche en el Gondo me dio miedo. Era un bardo en aquella época. Por suerte lo fuimos cambiando», asevera Valentina, salteña con ojos de cielo de los valles calchaquíes.  

El hotel funciona hace tres años como una asociación civil. Tiene cuatro pisos, tres cocinas, tres baños y unas 20 habitaciones. En cada pieza hay espacio para cuatro huéspedes. Llegan chicas de todas las provincias. El alquiler varía de acuerdo a los gastos generales: el mes pasado arañó los $ 1100. Muchas veces, a la recién llegada se le da crédito para que pueda juntar sus primeros pesos y así enfrentar la nueva vida en la Capital. «Si fuera por el Estado, sólo nos repartiría preservativos. Pero acá se dictan charlas sobre prevención de enfermedades y adicciones, hay talleres de oficios, vienen psicólogos, se incentiva a las chicas a que estudien y saquen el DNI», explica Valentina. Nunca es suficiente, agrega.

La «tía» Zoe –como la llaman sus compañeras– cuenta que las chicas no dejan de llegar: «Imagínese que mi pieza da a la calle y me golpean la ventana a las 2 o 3 de la mañana, y es una chica que busca cama. Me dice: ‘Tía, ¿no tendría un lugar?’. Y muchas veces no lo tenemos, entonces tratamos de buscar otro lado o juntamos unos pesos para pagarle el pasaje de regreso a su pueblo. Si tuviéramos un edificio de ocho pisos como el de la esquina, habría lugar para todas, pero sólo tenemos el Gondo. Nos queda chico».

Perlas y cicatrices

Algunas mañanas, la Gala entona el Ave María o el Himno desde las alturas del segundo piso. Por las tardes, se gana el mango con su buena voz en las profundidades del subte. La Dixie hace shows como drag queen. Diva total. Ludmila quiere ser peluquera. Está terminando el secundario. A la Liliana le gusta imitar a Cristina: «¡Compañeras… compañeros!». Yoselin llegó hace sólo dos semanas desde Orán. Quiere juntar plata y operarse. Fabiana tiene 23 años y cara de cansada. Dice que anoche laburó mucho, quiere pegar un trabajo en blanco, o tener un local, sí, mejor un local, su propio restaurante.

«Siempre les digo a las chicas que hay que pelearla, que las cosas nunca vienen de arriba. De los ’90 para acá, se logró el cupo laboral trans, la ley de identidad de género… Antes la única salida que teníamos era la prostitución», explica Zoe, referente del colectivo. Ahora las chicas ponen el cuerpo en las calles, para defender sus derechos. «Vamos juntas a las marchas –asegura Yoko, la estilista combativa–. Siempre con las banderas y remeritas del Gondo. Con mucho orgullo». 

Cada 21 de septiembre, el Gondolín celebra su cumpleaños. Se saca la larga mesa a la calle, se pone música fiestera y cada inquilina aporta lo que puede: una cerveza bien helada, gaseosa o algún que otro manjar casero. Las empanadas salteñas que prepara la tía Zoe son el plato principal: «Es un día en que le agradecemos al Gondo, nos olvidamos un rato de los problemas y de las diferencias, que las tenemos como en toda buena familia, y festejamos todas juntas». Como reinas de una primavera plebeya que siempre renace. «