Basic income, redito di base, renta básica garantizada, salario universal, ingreso universal. El mundo está explorando una solución a los crecientes niveles de desigualdad que produce la mezcla entre una brutal acumulación de riqueza proveniente de la actividad financiera, el retroceso del trabajo formal asalariado, la precarización laboral y la reconversión productiva que deriva de la robotización avanzada y la inteligencia artificial.

El artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos es taxativo. El primer punto expresa: “ Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad”. Este acuerdo internacional, que data de 1948, es el punto de partida de las campañas, iniciativas populares y proyectos legislativos que, con eje en Europa, empiezan a plantearse la necesidad de establecer un ingreso ciudadano sin contraprestación laboral como punto de partida hacia un modelo social que aporte equilibrio en un mundo cada vez más desigual. Por empezar, que garantice el cumplimiento de aquel postulado de la Declaración Universal.

Los debates sobre la renta básica afectan a un amplio abanico ideológico de economistas. Uno de los principales exponentes de la escuela monetarista de los Chicago Boys, Milton Friedman, hablaba ya en los ’60 del “impuesto negativo sobre la renta”, para que el Estado pague un subsidio o renta garantizada a quienes no tienen ingresos o los tienen por debajo de un nivel básico, al desocupado y también al “ocioso voluntario”. Hubo reformulaciones posteriores. La Red de la Renta Básica la definió como un “sistema de seguridad social en el que todos los ciudadanos o residentes de un país reciben regularmente una suma de dinero sin condiciones”.

La recibe toda persona, “incluso si no quiere trabajar en forma remunerada, sin considerar si es rico o pobre”, explica  José Luis Di Lorenzo, profesor de Derecho de la Seguridad Social de la UBA. Crítico de este sistema, Di Lorenzo lo define como “un subsidio para las tecnologías disruptivas que les permite acabar con los puestos de trabajo sin que aumente la conflictividad social”, pero cuestiona su pertinencia porque “constituye un instrumento idóneo para garantizar un ingreso que convierta a los ciudadanos, cómo única marca antropológica e identificatoria, en consumidores”. 

En la Argentina, el concepto de la renta básica fue promovido con fuerza durante el menemismo por un sector del movimiento obrero organizado, especialmente por la CTA, que impulsó un plebiscito bajo la sigla del Frente Nacional contra la Pobreza (Frenapo) que reunió más de 2 millones de votos para crear un ingreso universal. La iniciativa quedó diluida al acelerarse la crisis de 2001, pero retomó fuerza con el proceso de lucha sostenido por los movimientos de trabajadores desocupados que lograron la implementación del primer Plan Trabajar, al que a partir de 2009 se sumó la Asignación Universal por Hijo (AUH), poco después preservada como política de Estado por una ley del Congreso. 

Desde entonces, el debate por la renta básica se complejizó al calor de las transformaciones tecnológicas en el mundo del trabajo. Tan profundo es el debate como amplias las perspectivas ideológicas sobre su pertinencia. Para el ingeniero Enrique Martínez, del Instituto de Producción Popular, “un ingreso universal roza como concepto a la AUH, pero solo tiene sentido si hay un riguroso control sobre las decisiones empresarias para la configuración de su rentabilidad”. “Si se generalizara un ingreso universal, rápidamente se convertiría en un paliativo”, polemiza Martínez, y vaticina: “Un salario o ingreso universal generaría una nueva categoría de asalariados precarios. Ni siquiera se puede pensar en una compensación al estilo de la que tienen los holandeses. El seguro de desempleo allí es del 70% del salario mínimo. Ellos pueden hacerlo porque tienen un gran control impositivo y del comportamiento empresario.” 

Desde una perspectiva afín a Cambiemos, el profesor Eduardo Levy Yeyati, decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella, considera que es como los “grandes seguros de desempleo, que tuvieron una versión más ortodoxa desde Friedman, y luego una visión más laborista, y se relacionan con una transferencia que compense la merma del poder adquisitivo de los trabajadores, que podría llamarse complemento salarial”. El economista considera que “sería muy difícil de aplicar aquí teniendo en cuenta que la mitad del trabajo es inverificable, porque es informal”, aunque sostiene que “es un falso dilema hablar del ingreso universal como antitrabajo: es complementario del salario y no antagoniza con el trabajo. Una salvedad: no estamos hablando del presente. Esto es inviable incluso en países que están haciendo pruebas piloto. En la Argentina es imposible con semejante déficit fiscal”.

El plebiscito y la lucha

Parte de este debate atraviesa a la Unión Europea, ante el incremento del desempleo y las enormes dificultades de un estado de bienestar en retirada, administrado por gestiones conservadoras que no logran reducir tasas del 10, 15 y 25% de desempleo en la región. 

Desde principios de 2016, la ciudad holandesa de Utrecht implementa un programa piloto para estudiar cómo afecta la vida de las 300 personas que reciben un pago anual, sin contraprestación alguna, de 900 y 1300 euros por familia de acuerdo a su número de integrantes. En junio del mismo año, los suizos participaron de un referéndum sobre la renta básica universal: un 76,9% de los votantes se pronunciaron en contra de un pago de 2260 euros mensuales. En cualquier caso, un cuarto de la población se pronunció a favor de una iniciativa que, años atrás, el establishment consideraba un disparate utópico. Otra prueba experimental es la del gobierno conservador de Finlandia, que desde enero de 2017 paga 560 euros mensuales a los trabajadores desempleados, que son el 10% de la población económicamente activa. Los resultados sobre su efectividad o fracaso se publicarán en 2019, pero el primer pantallazo parece positivo, dentro de un coro de opiniones donde las más resonantes provienen de los poseedores de las fortunas más grandes del mundo, que ponderan a la renta básica como un paliativo que permitiría evitar la inviabilidad total del sistema capitalista global. La provincia canadiense de Ontario diseñó este año un programa similar para 4000 personas de bajos recursos.

“Esa propuesta es el remplazo del salario por una asignación automática para todos, que transforma a los trabajadores en consumidores sin ninguna otra función económica. En nuestro país algunos funcionarios nacionales ven una inmejorable posibilidad para el desembarco de este caballo de Troya que esconde la destrucción del trabajo y la pérdida de dignidad que el trabajo brinda”, sostuvo un corto documental preparado por la CGT para la presentación que hizo su titular Juan Carlos Schmid durante una conferencia sobre “Robotización y futuro del empleo”, en agosto. 

La polémica local sobre la renta básica tiene un contexto diferente al de 15 años atrás. Tras la implementación de la AUH como síntesis de un largo proceso de lucha sindical y social, Cambiemos afronta un nuevo ciclo de resistencia a partir del incremento en la caída del empleo, el incremento de la inflación y el crecimiento exponencial de la pobreza. 

“Nuestra experiencia es claramente una expresión nacional del debate internacional, con la diferencia de que la renta es el resultado de un proceso de acumulación del capital y el salario social, el resultado de la contraprestación del trabajo humano. Nosotros reclamamos lo segundo”, grafica Juan Grabois, dirigente de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), que acordó con la administración Macri la aplicación de la Ley de Emergencia Social, cuya implementación implica desde abril el pago de un salario social complementario de 4030 pesos (el 50% del Salario Mínimo Vital y Móvil) para 60 mil trabajadores de la economía popular. En su definición, este salario complementario es incompatible con otros subsidios, salvo la AUH. “Es un complemento para quienes, en su mayoría, se han inventado el trabajo: cartoneros y recicladores, vendedores ambulantes, cuidacoches, trabajadores textiles, de empresas recuperadas, pequeños productores y cooperativas. Es un reconocimiento del Estado para estas actividades económicas que no llegan al ingreso de un trabajador formal”, define Agustín Burgos, del Movimiento de Trabajadores Excluidos.

De acuerdo al programa de Transición al Salario Social Complementario, que rige desde el 16 de abril, el pago sigue en pie hasta fin de año, hasta la implementación del salario complementario desde entonces hasta 2019, en un marco de creciente tensión entre los movimientos sociales y el gobierno. ¿Hasta dónde una administración de derecha se mostrará proclive a una medida a la que por definición es totalmente reactiva? La respuesta radica en la capacidad de movilización y presión de esas organizaciones, en una nueva experiencia de praxis política que atraviesa al movimiento obrero argentino desde hace más de 20 años. 