En una mesa del café La Biela, el excoronel británico Geoffrey Cardozo fuma de su pipa bajo el sol del sábado 24 de Marzo. Lleva una boina gris y un chaleco azul oscuro, mientras toma un cortado de espaldas al Cementerio de la Recoleta, esa ciudad de ángeles perfectos que custodian los mausoleos, tan opuesta al camposanto de las islas gélidas del sur –apenas una cruz de madera, apenas una porción de tierra– que él mismo construyó. 

Entonces mira la hora en su reloj de pulsera y vuelve a pitar de su pipa. Cuando levanta la vista, ve llegar a Julio Aro, un excombatiente argentino de barba y pelo lacio grisáceo. Geoffrey se para y se saludan con un abrazo fuerte, con palmadas en la espalda, y bromean sobre el lugar de encuentro. 

«La Biela es como mi cuartel general en Buenos Aires», dice Geoffrey sonriendo, en un castellano lento pero fluido.

Geoffrey y Julio podrían ser John Ward y Juan López, los protagonistas de aquel poema de Borges donde un joven argentino y uno inglés se cruzan en el frente de batalla. Salvo que en esta historia no sólo sobreviven a la guerra sino que se hacen amigos y unen sus esfuerzos en un trabajo humanitario sin precedentes: ponerle nombre a las tumbas de Malvinas. 

Hijo de Frederick Cardozo, un militar reconocido con la Legión de Honor por haber sido parte de la resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial, Geoffrey formaba parte del Ministerio de Defensa inglés cuando estalló el conflicto de Malvinas. Desde Londres se encargaba de tareas logísticas para las fuerzas británicas y fue enviado al archipiélago una vez que la rendición argentina fue un hecho. 

«Me mandaron a las islas para encargarme de la disciplina de los soldados ingleses, siempre es importante la disciplina en una época de posguerra: las repercusiones psicológicas para los soldados son difíciles de manejar», explica.

—¿Pero ya había estado en un conflicto bélico?

—Sí. En Irlanda del Norte, tenía 22. En Inglaterra desafortunadamente tenemos responsabilidades que quizás son de nuestro antiguo imperio —dice Geoffrey en un tono irónico— y había ocasiones donde estuve para luchar por la paz. 

—¿Y cuál es su primer recuerdo de Malvinas?

—Era un sentimiento de tristeza ver las islas: hombres heridos, prisioneros de guerra, no era un sentimiento agradable, pero somos todos soldados y este es nuestro trabajo. Entonces yo tenía una educación militar que me preparaba para ver estas cosas.

Julio Aro era estudiante del colegio industrial de la ciudad de Mercedes, provincia de Buenos Aires. Como a los jóvenes de la época, le tocó hacer el servicio militar obligatorio y respiró aliviado una vez que finalizó la colimba. Tanto así que se abrazó con un compañero en las puertas del cuartel y se dijeron: «Nunca más venimos acá, se terminó. Gracias a Dios».

Una vez dado de baja en el cuartel, Julio empezó a trabajar como mozo en un bar de su ciudad. La mañana del 2 de abril su madre lo despertó con la noticia del desembarco argentino en Malvinas. Aunque se sorprendió, pensó que «jamás sería parte del conflicto». Por la tarde, el bar donde trabajaba se empezó a llenar de excompañeros de colimba.

«Me arrimo a una de las mesas y les digo, ¿loco, qué hacen acá? ¿Cómo? ¿A vos no te llegó? ¿Llegarme qué? Y sacan el telegrama para reincorporarse a la fuerza. Yo no me animaba a ir a mi casa, entonces mandé a uno de mis amigos. Y sí, había llegado. A partir de ahí, dejé la bandeja y me fui a mi casa», rememora. 

Después de una breve estadía en el cuartel de Mercedes, Julio y más de 800 jóvenes de la zona fueron trasladados en camiones Unimog a Buenos Aires, previo a la despedida de las familias. Les dijeron que viajaban a cuidar «por las dudas» la Capital del país.  »Ahí nos dan los bolsos porta-equipos y las famosas chapitas que no existían. La mía era una chapita vacía y, como no hubo tiempo de grabarla, escribí mi nombre en un papel con birome y la pegué con cinta scotch. Cuando llegamos a El Palomar, tomamos mate cocido con pan y nos decían: ‘Quédense tranquilos, de acá no nos movemos'». 

Una hora después Julio se embarcaba en un avión Hércules, que lo llevaría a las islas, luego de una escala por Río Gallegos. Su primer recuerdo de las Malvinas es el frío y «ese viento que te hace cerrar los ojos». Después vendrían los primeros ataques, los bombardeos, el día de la rendición, escenas que le quedaron grabadas a fuego en la memoria.

Escenas de posguerra

En los 74 días que duró la guerra, murieron 649 argentinos, 255 británicos y tres civiles isleños. Julio Aro combatió con el Regimiento N° 6 de Mercedes y regresó al continente después de la rendición. Pero el trabajo de Geoffrey en las islas recién comenzaba: la gestión de Margaret Thatcher le ordenó la construcción de un cementerio de guerra, luego de que Leopoldo Galtieri negara la «repatriación» de los cuerpos. 

Y Cardozo fue el encargado de enterrar, uno por uno, a los caídos argentinos en el Cementerio de Darwin. Primero buscó señales que dieran cuenta de la identidad de los muertos: las chapas identificadoras, en muchos casos, estaban vacías o tenían papeles escritos borroneados por la lluvia. Luego los envolvió con una sábana blanca, «como a Cristo», según cuenta. La ceremonia de la inhumación fue realizada con el máximo respeto el 19 de febrero de 1983.

«Fue una misión que emprendí muy seriamente, consciente de sus familias, que habían perdido a sus seres amados —explica Geoffrey, en el video de la ceremonia que se puede ver en YouTube—. Yo consideré a cada uno de ellos como si fuera mi propio hijo».

En el año 2008 Julio volvió a Malvinas a cerrar su duelo. Pero regresó con una obsesión: las tumbas sin identificación que había visto en el Cementerio de Darwin. Ese mismo año, el excombatiente viajó a Londres para estudiar e intercambiar ideas sobre los problemas psicológicos que tenían los soldados y el estrés postraumático originado por la guerra. Recibido entre veteranos, Geoffrey ofició de traductor por su conocimiento del español. «Creo que durante ese primer encuentro en Londres, Geoffrey vio en mí una necesidad. Le conté que no había parado de llorar, por qué no entendía esa placa de ‘Soldado argentino sólo conocido por Dios’. Él nos traducía, nos explicaba y cuando cuenta quién era y qué es lo que había hecho… y saca ese sobre de papel madera donde está su informe, fue para nosotros muy importante», recuerda. 

En el sobre de papel madera estaba el detallado informe que Geoffrey había realizado en Malvinas en febrero de 1983. Entre los datos figuraba, por ejemplo, el DNI de un soldado correntino, Gabino Ruíz Díaz, como referencia de un cuerpo sin identificar. Era la punta del ovillo.  

«Cuando Julio vino a Londres, para mí era algo totalmente normal, era interesante porque yo también había estado en Malvinas —dice Geoffrey, mientras revuelve el café—, pero fue a fines de su viaje que tuvimos la oportunidad de vernos un poco más informalmente, con más intimidad, no recuerdo exactamente dónde era, quizás un pub inglés…».

—Estuvimos en Veterans Aids, ¿te acordás que fuimos a ver el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham que se había suspendido ese día? —lo interrumpe Julio.

—Es verdad. Yo trabajaba para nuestros chicos ingleses, militares que habían quedado en la calle —dice Geoffrey, con expresión de sorpresa, mientras abre su chaleco y deja ver el logo rojo de VA sobre su remera azul—. Veterans Aids era el lugar más importante para mí y nuestras charlas. Entonces me dije que tenía el deber de darle esta información tan importante. 

De vuelta en Argentina con el informe, Julio trabajó en el proceso de identificación junto a su fundación «No me olvides» y a la periodista Gaby Cociffi, actual directora editorial de Infobae. Ambos buscaron a las familias de los caídos para realizar los exámenes de ADN.

—A muy poca gente le importaba que esta causa se resolviera —comenta Julio—. Hemos golpeado muchísimas puertas, gente de alto nivel del gobierno anterior no nos dio bolilla. Y entonces empezamos a buscar a las familias de forma desprolija, con plata de nuestro bolsillo. Aún hoy está faltando ubicar dónde viven diez familias. Peleamos contra un montón de fantasmas, decían que era un cementerio simbólico. 

—Las familias han tenido un viaje (sic) enorme desde el ’82 —agrega Geoffrey—. Es normal que tengan dudas o miedos, es una cosa tan profundamente psicológica… Julio ha hecho este trabajo con enorme tacto, porque hablamos de seres humanos, no hablamos de objetos.

El pasado lunes 26 de marzo, 36 años después de la guerra, Geoffrey y Julio volvieron a las islas, como el cierre de la primera parte de identificación de 90 de las 121 tumbas denominadas «Soldado argentino sólo conocido por Dios». Lo hicieron junto a 214 familiares de soldados caídos. Participaron del proceso de identificación la Cruz Roja Internacional y el Equipo Argentino de Antropología Forense, con la colaboración de los Estados argentino y británico.

—Desde lo personal es el cierre de la primera etapa, porque luchamos tanto para sacar esas placas —dice Julio—. Vamos por los que faltan.

—Estos soldados han dado su sangre por la patria. Y sus padres han dado su sangre para reconocer a sus chicos —responde Geoffrey—. Nosotros estamos para apoyar a las familias, pero la prioridad es el alivio de los padres. Son momentos de las familias.

Antes de salir juntos de La Biela, Geoffrey y Julio repasan los detalles de su agenda, que incluye desde un homenaje en el Congreso hasta un asado infaltable en la noche porteña. Les tocó en suerte una época extraña, como escribió Borges, pero John y Juan están dispuestos a encontrar esos 31 nombres que faltan en Darwin. «