De todos los hechizos con que el gobierno de Cambiemos nos condujo hasta el abismo de hoy, uno de los más potentes fue el de Juliana Awada, la primera dama. Una exitosa empresaria que desde finales de 2015 pareció dejarlo todo para dedicarse enteramente a construir un hogar y una familia ideal, sin pasado, formada por su esposo y su pequeña hija Antonia. Para ello, Awada se subordinó a Juliana, y en consecuencia, a Mauricio, de quien fue una incondicional figura decorativa.

En diciembre de 2015 Juliana fue entrevistada por la periodista Milva Castellini.

Castellini: -¿Un lugar?

Awada: -Mi casa.

Castellini: -¿Y qué te emociona de la gente?

Awada: -La sensibilidad y el afecto de la gente.

Castellini: -¿Y un miedo que tengas?

Awada: -Que le pase algo a la gente que quiero.

Castellini: -¿Un sueño?

Awada: -Que tengamos la Argentina que soñamos.

Castellini: -Un buen momento.

Awada: -Estar con mi marido.

Castellini: -¿Y Juliana Awada?

Awada: -Madre, esposa y compañera.

Como esposa del presidente, Juliana fue, ante todo, una imagen: la imagen de una buena esposa. Que, a contracorriente de estos tiempos de empoderamiento femenino, abandonó su vida de empresaria para cumplir un rol tradicional, dedicada de manera total y exclusiva al cuidado de su familia y de su esposo. Simplemente porque, nos explicó alguna vez, “mi marido me conoció así y le encanta que así sea”.

Juliana se mostró cultivando la huerta, cocinando todas las noches, llevando a Antonia al colegio, añorando ir al súper. El centro de su vida fue su hogar, privado, íntimo y con su “toque personal”, como debe ser el hogar de una buena esposa. Allí, nos dijo la prensa, no se hablaba “de política” para que “Mauricio se desenchufe”. El hogar de Juliana fue el último reducto de tranquilidad de un presidente desbordado por las exigencias del cargo, su refugio de “total normalidad” mientras la Argentina se caía, poco a poco, a pedazos.

Juliana desempeñó su rol de primera dama y apoyó el trabajo político de su esposo con recursos de la domesticidad más tradicional. En 2018, en la reunión del G-20, fue la imagen de una esmerada anfitriona, como lo hubiera sido cualquier otra buena esposa encargada de organizar una cena para impresionar al jefe de su marido. Eligió personalmente los regalos para los líderes mundiales, pintó sillitas con las damas del G-20 para enviarlas a hogares de primera infancia, y nos dijo, en su discurso de 371 palabras en la bienvenida del W-20, que “todas tenemos algo para aportar desde nuestro lugar”.

Juliana fue una imagen que estuvo en todas las pantallas, para ser mirada y nunca tocada. Fue la figura femenina del gobierno que más se sometió al hipercontrol comunicacional del gobierno: usó y abusó de su bella imagen, y de un libreto monotemático breve y fácil de memorizar. Prefirió Instagram por sobre las otras redes sociales, y se presentó a sus 1.5 millones de seguidores como (en este orden) “Juliana. Mamá de Valentina y de Antonia. Mujer de @mauriciomacri. Diseñadora. Visualmente inquieta”. Su cuenta de Twitter no muestra más que frases motivacionales y retuits de los mensajes de su esposo. La imagen y el discurso blindados de una buena esposa, hechos a medida de las necesidades políticas de su marido, que permanecieron inmutables independientemente de los formatos, soportes o destinatarios.

Pero Juliana fue, ante todo, un objeto aspiracional. Fue la “negrita hechicera” del presidente, como él mismo la llamaba, algo exótica y siempre bella y deseable, la que lo besó apasionadamente en el debate presidencial de 2015, y que fue una de sus cartas ganadoras. Construyó una imagen ideal de la familia presidencial, formada por esposo y esposa explícitamente enamorados, acompañados por una hermosa hija pequeña, imagen donde raramente fueron incluidos los hijos de sus matrimonios anteriores. Una familia tradicional, feliz, sin pasado, sin denuncias de corrupción ni talleres textiles clandestinos.

Y Juliana fue un objeto aspiracional desempeñando a la perfección su rol de buena esposa de la elite, a la que la prensa le reconoció atributos de distinción excepcionales, que otras esposas nunca poseerán: “Fina por naturaleza y educación”, “educada para sonreír”, “elegante pero simple”. Y como a otras esposas de la elite, durante varios años a Juliana nunca se le reprocharon sus consumos ostentosos, sus carteras millonarias, sus privilegios, que fueron naturalizados por vastos sectores de nuestra sociedad.

Parte del hechizo de Juliana, de su condición de objeto aspiracional, consistió en un doble juego de distancia y cercanía: aunque deseada e inalcanzable (como toda aspiración), de vez en cuando aceptó descender desde las alturas de la belleza, la riqueza y el poder para retratar su imagen sentada a la mesa de algún hogar humilde, o acompañando a la ministra Stanley en algún jardín maternal, o a su esposo en un viaje en tren durante la campaña del #SíSePuede. Y desde allí, siempre sonreír, dejando constancia de su sensibilidad frente al padecimiento de los otros, para luego compartirla en las redes sociales.

Sin embargo, el hasta hace poco potente hechizo de Juliana duró poco. Como duraron poco muchas otras aspiraciones que los argentinos perseguimos durante estos años, a cambio de las cuales aceptamos hacer enormes sacrificios. Que, como Juliana, sólo estuvieron allí para ser miradas y nunca tocadas. La prensa pasó de comentar que Juliana elegía el blanco & nude para pasearse por las veredas de la Quinta Avenida, a retratarla en “tarde de chicas solas”, con paseos en monopatín con su hija menor y compras low cost en Madrid. Lo que ni la prensa ni la primera dama parecieron registrar es que, en el interín, el resultado de las PASO del 11 de agosto mostró que el rey estaba desnudo.

Juliana ha dejado de hechizarnos. Porque frente al desastre social generalizado, frente al 35,4% de pobres que son una de las principales herencias del gobierno de su esposo, el hechizo de la abnegada dama de la elite que lo tiene todo y viaja de compras a Europa a despejarse de sus preocupaciones, dejó de ser políticamente rentable para pasar a ser moralmente obsceno.

Porque, como tantas otras aspiraciones que durante estos años sólo fueron alcanzadas por una minoría de privilegiados, Juliana, finalmente, fue un objeto aspiracional que sólo estuvo al alcance del presidente.