A hacer periodismo se aprende haciendo periodismo. La anterior parece una frase hecha, suena como tal y, en efecto, lo es. Pero como todas ellas guarda en su interior una gran carga de verdad, como lo confirma el artículo que se puede leer a continuación. Buscando información para armar una nota a partir de alguna efeméride del ámbito del espectáculo, encontré que según la página IMDB.com esta semana se cumplía el centenario del nacimiento del Julio De Grazia, fallecido trágicamente el 18 de mayo de 1989. Como se trata de uno de los actores más importantes del cine que se filmó en la Argentina entre las décadas de 1970 y 1980, consideré que el cumplimiento de esos cien años ameritaba una nota de homenaje. Nunca dudé del dato que consignaba IMDB, una enciclopedia virtual que es como la biblioteca de Babel del mundo del cine, de consulta obligatoria para todo lo relacionado a la historia de la industria cinematográfica en todo el mundo. Con esa certeza comencé a escribir sobre De Grazia, dueño de una filmografía digna de ser recordada y recorrida.

Pero con el texto ya avanzado, me sorprendí al encontrar información contradictoria en otras plataformas. Según Wikipedia, De Grazia no habría nacido el 14 de julio de 1920 sino nueve años más tarde, algo que enseguida confirmé en fuentes más confiables como CineNacional.com o AlternativaTeatral.com. Así las cosas, el aniversario ya no era el de un centenario. Este año en realidad se cumplen 91 años del nacimiento del actor, 31 de su muerte y, por lo tanto, el artículo de homenaje que tenía casi terminado había perdido buena parte de su relevancia periodística. Moraleja: el buen periodista siempre confirma la información con más de una fuente antes de hacerla pública. Que me sirva de lección. Lo que sigue, entonces, es apenas un homenaje “porque sí” a la figura de Julio De Grazia, un actor que sin ser una estrella consiguió convertirse en inolvidable para todos los que lo hayan visto en pantalla.

Para quienes transitaron la infancia durante los ‘70 su figura representa un recuerdo feliz. No hay forma de que quienes fueron chicos en aquella época, ajenos por completo al horror que signaba una realidad que ni los adultos alcanzaban a compender, no la asocien de inmediato al papel que interpretó en la saga de películas de Los Superagentes. En ellas le dio vida al torpe y poco agraciado (en todo sentido) Agente Mojarrita, uno de los integrantes del trío protagónico. Pero a pesar de llevar las de perder en cuanto a pinta, fuerza y astucia con sus compañeros Tiburón (Ricardo Bauleo) y Delfín (Víctor Bó), sin dudas era el que más cariño recibía del público. La razón de su éxito era una sola: Mojarrita era el que los hacía reír. Es que no hay herramienta más efectiva que el humor para ganarse el corazón de alguien, da lo mismo si se trata de niños, jóvenes o adultos, hombres, mujeres o disidencias. Y si algo consiguió De Grazia en su dilatada carrera como actor es aprovechar ese permiso que el espectador le concedía para pulsar la cuerda de la risa. Pero ese no fue su único mérito.

Encajonar su carrera y sus dotes expresivas dentro de los límites de la comedia sería una injusticia. En un recorrido profesional que se extendió a lo largo de tres décadas y media, este actor versátil y multifacético atravesó con idéntica calidad todos los géneros posibles. Como la mayoría de sus colegas, De Grazia tuvo su primera cuna en el teatro, territorio en el que se desarrolló antes de llegar al cine, donde desembarcó a los 25 años. Es ahí donde su rostro se haría conocido. Su debut fue ocupando un rol secundario nada menos que en Días de odio, la adaptación que Leopoldo Torre Nilsson realizó en 1954 de Emma Zunz, uno de los cuentos más conocidos de Jorge Luis Borges, con un guión que el propio director desarrolló junto al escritor. Al año siguiente consiguió un papel más relevante en la comedia Pobre pero honrado, que protagonizaban el humorista Pepe “El Zorro” Iglesias y Beatriz Taibo. Volvería al cine recién en 1962, como parte del elenco del drama Detrás de la mentira, donde por primera vez compartió la pantalla con su hermano menor, Alfonso. A partir de ahí nunca paró.

Trabajó en más de 60 películas y en alrededor de tres decenas de series y programas de televisión. Fue parte de títulos que fueron muy populares en el momento de su estreno, como La cigarra no es un bicho (1963), film coral en el que el cineasta Daniel Tinayre reunió a uno de los elencos más espectaculares de la historia del cine argentino (Luis Sandrini, Mirtha Legrand, Amelia Bence, Pepe Cibrián, Ángel Magaña, Elsa Daniel, Malvina Pastorino, Enrique Serrano, Narciso Ibáñez Menta, entre otros). O No toquen a la nena (1976, Juan José Jusid), donde trabajó con Norma Aleandro, Pepe Soriano, María Vaner, Lautaro Murúa y los jóvenes Cecilia Roth y Julio Chávez.

Entre sus vínculos más notables se cuenta el que desarrolló con el gran cineasta argentino de esa época, Adolfo Aristarain, de quien fue uno de sus actores fetiche. A sus órdenes trabajó en las películas La parte del león (1978), Tiempo de revancha (1981), Últimos días de la víctima (1982) y La extraña (1987). La ductilidad de De Grazia le permitía asumir papeles con motivaciones de lo más disimiles y contaba con herramientas dramáticas suficientes como para asumir con igual solvencia roles que demandaban desarrollos emocionales opuestos. Esa capacidad le permitía ser igual de efectivo en un drama oscuro como Pasajeros del jardín (1982) o en una comedia costumbrista cercana a la sátira social, como Esperando la carroza (1985), ambas de Alejandro Doria.

Otro de los cineastas importantes de la época que confió en su talento más de una vez fue Fernando Ayala, bajo cuya dirección trabajó en Abierto día y noche (1981), en la icónica Plata Dulce (1982) y en El arreglo (1983). Y fue parte de los repartos de películas que provocaron gran impacto, como No habrá más penas ni olvidos (Héctor Olivera, sobre novela de Osvaldo Soriano, 1983), Tacos altos (Sergio Renán, sobre novela de Bernardo Kordón, 1985) y El hombre que ganó la razón (Alejandro Agresti, 1986).

Interpretando el papel del Agente Mojarrita filmó 11 películas en 12 años. Aunque en la primera de ellas, La gran aventura (1974), los personajes que componían con Bauleo y Bó tenían otros nombres. Ahí se llamaban Apolo, Centauro y Hércules, tocándole a De Grazia hacerse cargo de este último. En el obvio contrasentido que separaba a su figura caricaturesca del halo invencible del héroe mitológico, estaba el chiste del asunto. Tiburón, Delfín y Mojarrita aparecerían recién un año más tarde, en la película La súper, súper aventura, dirigida por Enrique Carreras. El origen de esos nombres que se volvieron icónicos se encuentra en el hecho de que los personajes pertenecían a la organización Acuario, una agencia de inteligencia ficticia similar a las que suelen ser parte de las sátiras del género de espionaje, como ocurre con la agencia Control en el caso del Superagente 86 o con CIPOL en El agente de CIPOL.

La época dorada de los Superagentes coincidió con lo peor de la última dictadura, llegando a estrenar siete películas en los cuatro años que van de 1977 a 1980. Por este motivo muchos análisis críticos insisten en remarcar, con argumentos razonables, la posibilidad de que se tratara de un producto que desde la comedia buscaba justificar la infame tarea realizada por los grupos de tareas. El hecho de que se tratara de agentes de una agencia de parainteligencia actuando de forma violenta en contra de organizaciones criminales ridículas, justo en esa época, resulta significativo. Por supuesto que no existe una línea directa que vincule a los personajes con la legitimación de la aberrante realidad en la que se proyectaban las películas, sin embargo los puntos de contacto existen y marcarlos no deja de ser pertinente. Por otra parte, el hecho de que el director de la fundacional La gran aventura haya sido Emilio Vieyra, responsable de varios títulos claramente concebidos con el fin de glorificar la acción de los cuerpos militarizados y de “lavarle la cara” a la dictadura (debe recordarse en particular la funesta Comandos Azules, 1980), no hace más que sumar evidencias.

Lo cierto es que las de los Superagentes eran películas de aventuras realizadas con recursos técnicos y narrativos escasos, cuyos argumentos y estructura nunca se alejaban mucho de ser un remedo muy básico de las de James Bond, pero realizadas en un tono paródico bastante elemental. Ahí están las organizaciones internacionales del crimen, siempre dispuestas a cometer delitos absurdos; ahí están las armas secretas y los gadgets tecnológicos inverosímiles; también está ahí el auto tuneado, con armas escondidas por todas partes. Y, por supuesto, el coqueteo permanente con mujeres hermosas, aunque el pobre Mojarrita no fuera casi nunca el objeto de deseo, tarea que se repartían entre Tiburón, el cerebro del trío, y Delfín, el músculo. Sin embargo cuando las películas se terminaban y los chicos volvían a casa después del cine, lo que más recordaban eran las payasadas de Mojarrita, mérito exclusivo de Julio De Grazia. Aunque es posible que, más de 40 años después y con la inocencia definitivamente perdida, volver a ver aquella películas ya no resulte tan divertido.

Como suele ocurrir con muchos comediantes, el final de su vida revela en él un fondo oscuro que lo fue cubriendo todo. En la noche del 14 de mayo de 1989, pocas horas después de que se proclamara el triunfo de Carlos Menem en las elecciones presidenciales, el actor se disparó un tiro en la frente. Imposible saber si ambos hechos se encuentran ligados por la relación de causa y efecto, porque el actor no dejó ni cartas ni mensajes que explicaran los motivos que lo llevaron a tomar tan radical decisión. Tras agonizar durante cuatro días en el Hospital Fernández, Julio De Grazia falleció en 18 de mayo. Más de tres décadas después lo sobreviven sus personajes y películas: se recomienda seguir recordándolo por las mejores.