La decadencia institucional de los EEUU no es una novedad. En la década de los años 60, a poco de que Dwight Eisenhower denunciara  el poderío del complejo militar industrial y su perversa influencia en la política del país, en el lapso de seis años,  murieron asesinados el presidente John Kennedy,  el ex fiscal general y candidato a presidente Robert Kennedy y el líder afroamericano Martin King.

Una época brutal en la que quedó en claro qué poco tenía de realidad la afamada  “democracia americana”. Ya en los 70  se asistió  al vergonzoso escándalo de espionaje político de “Watergate”, que  causó la renuncia del presidente Richard Nixon, e inauguró la era de los “gates” para los sucesivos  episodios de mentira y  corrupción “urbi et orbi”.

La cosa pareció calmarse cuando el comienzo de la globalización entronó a Ronald Reagan, George Bush padre, Bill Clinton y Bush hijo en las sucesivas presidencias. Aunque la segunda presidencia de  éste último se logró a través de un indiscutido fraude, mediante la complicidad de su hermano, por lo que hubo que recompensar al perdedor, Al Gore, con un premio Nobel de la Paz, que parece ser un remedio que los norteamericanos tiene para situaciones de emergencia.

Era la época de oro del dominio norteamericano, frente a la decadencia e  implosión soviética, cuando se oyó el canto al “final de la historia”. Sin embargo  ese canto era en realidad el “canto del cisne” y la pretendida hegemonía definitiva norteamericana se vino abajo como un castillo de naipes (house of cards), cuando el aparatoso esquema financiero, montado al calor de la globalización, demostró ser no más que  un armado fraudulento.

Ya el otorgamiento (de emergencia) a Barack Obama del premio Nobel ¡de la Paz! apareció como un esfuerzo, patético, para dotar al primer magistrado de un glamour, que el hecho de ser  el primer presidente afroamericano parecía no hacerle alcanzar, frente a la debacle económica financiera  que despuntaba.

Pero con Donald Trump la decadencia institucional  volvió como una recaída, la que sí parece ser definitiva. Nunca antes un presidente recién elegido fue víctima de ataques tan explícitos y graves (connivencia con un país extranjero para hacer fraude) a partir del día mismo de su triunfo electoral. Ataques que se mantuvieron y agudizaron cada vez más durante su mandato.

Más que en la “trampa de Tucídides”, ante el ascenso chino,  EEUU parece estar cayendo hacia dentro de su propio lodazal institucional, cuando, a un mes de la elecciones, Trump anuncia que desconocerá los resultados, si él no gana. Además, la oposición demócrata no logró consenso para designar un oponente que al menos no sufriera de una demencia senil, que le hace confundir los datos de muertos por coronavirus en su propio país.

A tal punto se anuncia una disputa no-democrática  por la presidencia  que parece ser que  las elecciones las ganará el que logre llenar el cargo vacante en la Suprema Corte, que aparece como el canal institucional que, de ahora en más, va a determinar quién es el presidente en la “gran democracia del norte”. Se está llegando a hablar incluso de una sórdida guerra civil. Triste, solitario y, sobre todo, final.