Los años de la dictadura son el abismo sin fondo de la historia argentina. Lo que Saúl Salischiker narra en primera persona en su novela autobiográfica Des-aparecido (Libros del Zorzal) es apenas una muestra de esa oscuridad. Sin embargo también es, de un modo terrible, un cuento con un amargo final feliz. Porque a diferencia de las 30 mil víctimas que siguen sin aparecer, Salischiker es uno de los pocos que han tenido la oportunidad de sobrevivir para, por fin, poder contarlo más de 40 años después.

Salischiker fue secuestrado mientras realizaba el servicio militar. El motivo: su condición de judío. Estuvo 42 días privado de su libertad y fue torturado en los centros clandestinos de detención La Casita y El Campito, ambos ubicados dentro del predio de Campo de Mayo, en la localidad bonaerense de San Miguel. El segundo de ellos es considerado el mayor centro de exterminio de la dictadura. Se estima que por sus instalaciones pasaron más de 5000 detenidos, de los cuales sobrevivieron menos de 50. Salischiker es uno de ellos.

Desde lo literario Des-aparecido es un doble ejercicio de memoria: el que hace el protagonista para recordar su vida anterior al secuestro y evadirse mentalmente del horror de su presente, pero también el que realiza Salischiker como autor para ponerles palabras a sus propios fantasmas. «Siempre evité el tema y muy pocas personas conocían la historia. Lo sabían mi mujer, mis hijos, algunos amigos muy íntimos, pero ni siquiera ellos conocían demasiados detalles», cuenta Salischiker. «Creo que me pasaba como a algunas mujeres violadas, que se quedan con culpa y se preguntan si no han sido ellas las responsables de lo que les pasó, si no habrán usado la pollera muy corta. Y yo viví con la duda de si no habré sido soberbio, si no me habré puesto en contra al capitán. No sé exactamente por qué me lo guardaba, pero eso me sirvió para poder vivir todos estos años», continúa.

–¿Recuperar la libertad lo liberó del horror de lo que le pasó estando secuestrado?

–Al principio me costó mucho, porque tenía pesadillas, paranoia, miedo de que me volvieran a agarrar. Pero también me pasó algo que me afectó mucho. Mi mamá insistió para que fuéramos a agradecerle a alguien de seguridad de la Daia que los había ayudado a buscarme. Pero cuando fuimos se había corrido la bola entre las Madres de que iba a ir un «aparecido» y al llegar había como 40 o 50 de ellas. Se me vinieron encima, me tironeaban para preguntarme: «¿No viste a un muchacho rubio? ¿Viste a una chica morocha?». Ese día quedé hecho bolsa. Me costó muchísimo ver cuánto sufrían los que estaban a fuera. Me di cuenta de lo que debe haber sido para mis viejos tener a un hijo desaparecido durante 42 días.

–En el libro dice que si consigue salir con vida se iría del país y no volvería. Y en efecto se fue algunos años a estudiar a Israel, pero volvió. ¿Por qué?

–Eso me pregunto yo (risas). Pienso que volví porque era joven. Hoy estoy contento de haberlo hecho porque formé una familia, estuve con mis padres hasta que murieron, pero reconozco que en aquel momento fue una inconsciencia. Pensá que todavía estaban los militares… No tengo una explicación sana para esa decisión porque, en teoría y sin conocer este futuro, no debería haber vuelto.

–Uno de los puntos más espeluznantes tiene que ver con la forma en que reconstruye las voces de sus victimarios y torturadores.

–Nosotros estábamos constantemente encapuchados, apenas podíamos ver de forma muy parcial a través de los agujeros que usábamos para respirar. Y como estábamos en la oscuridad lo único que nos quedaba era escuchar esos relatos, que eran terribles, pero en ese contexto del horror a veces hasta nos causaban gracia.

–También relaciona al Holocausto con lo que le tocó vivir por ser judío.

–Sí, pero siempre pensé que, en comparación con lo que deben haber sufrido en los campos de concentración del nazismo, lo nuestro debe haber sido jardín de infantes. A nosotros por lo menos nos daban de comer. Guiso todos los días, pero nos daban. Nos daban agua. Nos torturaban pero no era una tortura diaria, ni vivíamos así, esqueléticos y desnudos… Pienso que lo nuestro debe haber sido menor.

–Pero esta minimización que usted hace de lo que le pasó, ¿no es parte del mecanismo de culpa que tienen las victimas sobrevivientes para relativizar su propio dolor?

–Puede ser.

–Porque parece que estuviera diciendo que al final tan mal no la pasó.

–Puede ser. No es que la pasé bien, claro, pero pienso que en comparación…

–¿Pero es necesario hacer ese tipo de comparación entre un sufrimiento y otro?

–No, no, no. Pienso que todo es terrible. Lo que nos pasó a nosotros, lo que le pasa a cualquier secuestrado o torturado es terrible, en cualquier época. No se puede comparar. Pero sí recuerdo haber pensado, sobre todo al principio, que a mí no me iban a matar de un tiro en la nuca como a los judíos de los campos de concentración. Yo decía que a mí me iban a matar escapando. «Prefiero morir de un tiro en la espalda», eso pensaba. Lo peor es que te lleven como ovejas, como corderos.

–La memoria es el motor que hace avanzar a la novela. ¿Qué valor cree que tiene hoy la memoria?

–La memoria siempre sirve, porque sin memoria uno no tiene nada. Hoy en día a nadie se le ocurriría pensar en lo militares como opción. Y tampoco creo que alguien piense hoy en la guerrilla como una opción. Porque yo por los militares siento rechazo, pero la verdad, tampoco siento simpatía por la guerrilla, aunque sé que no hay nada peor que el terrorismo de Estado. Recuerdo que en aquella época, durante el gobierno de Isabelita, la gente decía (y yo mismo lo habré dicho, porque tenía veintipico y era un pibe): «Esto no da más, tienen que venir los militares». Esa era una opción, fue la ciudadanía la que llamó a los militares. No creo que hoy pudiera ocurrir algo así. Entonces, pienso que la memoria sirve. Y no solamente me sirve a mí: la memoria nos sirve a todos.  «