En menos de cuatro décadas, la República Popular China devino un actor de relevancia a nivel internacional: se transformó desde una economía empobrecida y mayoritariamente campesina en otra de medianos y altos ingresos, urbana e industrial. 

Entre 1978 y 2018, el país sacó de la pobreza extrema a alrededor de 800 millones de chinos. El expresidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, señaló allá por el lejano 2004 que el esfuerzo chino era sin duda el mayor salto de la historia para superar la pobreza. En 2010, cinco años antes de cumplirse la fecha límite para concluir el período de los objetivos de desarrollo del Milenio (ODM), Zoellick resaltaba que gracias principalmente al éxito de China, la misión se había cumplido.[1] De acuerdo a diversas fuentes, en 1978 el 80 por ciento de la población china se encontraba por debajo de la línea de pobreza.

Para llevar a cabo su proyecto, China precisó —y aún precisa— recursos, muchos de los cuales genera y otros proceden del comercio internacional y de las inversiones. Es en este contexto cuando aparecen Latinoamérica, y Argentina en particular, dentro del radar del gigante oriental, fundamentalmente como proveedores de materias primas para el abastecimiento agroalimenticio y energético chino, aunque no exclusivamente.
En julio de 2014, China y Argentina —así como en su momento lo hicieron Brasil, México, Perú y Venezuela— firmaron una declaración conjunta para establecer una “asociación estratégica integral” (AEI), con la finalidad de elevar la jerarquía de la relación bilateral y comercial. El acuerdo implicó la voluntad de las partes de trabajar conjuntamente tanto en cuestiones referidas al crecimiento económico, como así también en otras áreas. 

Sin embargo, la mayor presencia china en Latinoamérica y Argentina ha sido identificada por los Estados Unidos como una “amenaza” adicional para su seguridad económica y nacional. Es entonces cuando Washington denuncia el uso de prácticas predatorias y poco transparentes por parte de China en la región, las cuales habrían llevado, siempre de acuerdo a los primeros, a que algunos países debieran hipotecar su futuro permitiendo al gran actor oriental ejercer una creciente influencia política y económica interna en dichos estados. Estados Unidos —que no se resigna a perder influencia en lo que considera su “patio trasero”— lee con preocupación la creciente influencia china en la región, en particular en materia de infraestructura clave. 

Las elecciones de 2015 marcaron en la Argentina una alternancia en el poder: la agenda internacional del recién asumido nuevo gobierno se alineó instantáneamente con los intereses de Washington, a la vez que sostuvo un discurso manifiestamente anti-chino. Este posicionamiento condujo al gobierno de Macri a cuestionar duramente los principales acuerdos firmados por la anterior gestión con China, lo cual —en ocasiones— conllevó profundas tensiones político-diplomáticas.

No obstante, la reacción diplomática china y la necesidad de acordar un nuevo swap de monedas con el país asiático llevó al gobierno argentino a reconsiderar su postura inicial, ante la certeza que la economía del país ya no era viable sin la concurrencia financiera y comercial del gigante oriental.

En este contexto, el gobierno argentino ensayó un equilibrio entre las dos grandes potencias, lo cual quedó expuesto de manera transparente en la reunión del G20 que se desarrolló en nuestro país en noviembre de 2018. En palabras del ministro del Interior, Rogelio Frigerio: “Todo es de una sensibilidad muy grande, porque Argentina tiene una muy buena actitud internacional. Estados Unidos es nuestro aliado estratégico en la región y reconocemos el lugar mundial de China que es nuestro principal socio comercial”.[2] Al mismo tiempo que se acercó a los Estados Unidos, Argentina tuvo una conducta pragmática y mantuvo las relaciones políticas, económicas y comerciales con China más allá de la retórica.

Sin embargo, el punto débil de esta estrategia se manifestó en la subordinación demostrada por el gobierno del presidente Macri con los intereses de Washington. Sabido es el apoyo brindado por el presidente estadounidense Donald Trump para que la ahora exdirectora gerente del FMI, Christine Lagarde, otorgase a la Argentina un nuevo blindaje económico. En compensación, la Casa Blanca y el FMI condicionaron su apoyo a un mayor ajuste fiscal, monetario y cambiario y, sobre todo, un mayor alineamiento geopolítico con los Estados Unidos.

Estados Unidos no se resigna a ver disminuir su supremacía en la región, por lo que busca contener el mayor influjo por parte de China. Latinoamérica  —que durante el boom de las commodities supo aprovechar la creciente demanda del socio chino de materias primas para engrosar su economía— es otro de los escenarios en los que se libra en la actualidad la guerra comercial entre los Estados Unidos y el gigante asiático.

América Latina necesita asociarse para aprovechar la nueva estrategia global china y así dinamizar el comercio intrarregional a través de la infraestructura que China ofrece. Esta relación debe establecerse desde una perspectiva que contemple la integración latinoamericana, a través del establecimiento de políticas adecuadas y coordinadas en el plano regional. En general, los proyectos de integración tienen por finalidad proveer a los países miembros de condiciones de competitividad y fortaleza para desarrollar sus propias economías y así proyectarse al mercado internacional, tal como planteaba el intelectual uruguayo A. Methol Ferré, para quien el único camino posible de desarrollo económico y social para la región pasaba por conformar un estado continental industrial moderno.[3]

1 Véase Graham Allison, Beijing’s anti-poverty drive has lessons for all, The Telegrah, 28-8-2018, https://www.telegraph.co.uk/china-watch/society/decreasing-chinas-poverty/

2 Clarín, 2-12-2018.

3 Véase Alberto Methol Ferré, La América Latina del Siglo XXI, Buenos Aires, Edhasa, 2006.