El 23 de julio, ya rubricado el decreto 683/18 que habilita la militarización de la seguridad interior, el ministro de Defensa, Oscar Aguad, le dijo a Mauricio Macri: «Señor Presidente, no dude de que hemos dado un paso histórico».

En ese preciso instante se desataba una oleada de repudios masivos en todo el país, cuyo signo más visible fue el multitudinario acto del jueves ante el Edificio Libertador. Mientras tanto, en la Cámara de Diputados la totalidad de los bloques opositores convocaba a una sesión especial –fijada para el 8 de agosto– con el propósito de rechazar la reforma represiva.

En términos bélicos, el Poder Ejecutivo acababa de estrenar otro frente de batalla. Un conflicto que también lo enfrenta a los propios uniformados.

Eso se palpitaba en los rostros ofuscados de los oficiales que colmaban el hangar de helicópteros que Macri había elegido para anunciar la iniciativa ideada para ellos. Especialmente cuando dijo: «Este proceso de modernización se va iniciar con una nueva Directiva Política de Defensa Nacional».

Los presentes sabían de qué hablaba. Un borrador de dicho documento –conocido por sus siglas, DPDN– ya había sido filtrado al mundillo castrense por algún funcionario infiel del Ministerio de Defensa. Y entre páginas enteras de hojarasca, resalta un párrafo no demasiado venturoso: «Las organizaciones y capacidades del Sistema de Defensa no involucradas en tareas prioritarias en tiempos de paz deberán reducir sus estructuras de personal». A continuación, establece que se deberá elevar al Poder Ejecutivo un «listado de instalaciones no necesarias desde el punto de vista de la Defensa Nacional. Las propuestas de cierre de instalaciones militares deberán ser acompañadas por diagnósticos relativos a su impacto».

De modo que el asunto también contempla el desguace patrimonial de las Fuerzas Armadas. Y sin otra meta que los negocios inmobiliarios.

Es notable el estilo macrista: pretende volcar a los hombres del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea hacia lo que denomina «desafíos del siglo XXI», mientras achica sus estructuras materiales y humanas. ¿Acaso se trata de una pulsión condicionada por la codicia y la tacañería?

Este último defecto ya había causado un grave conflicto a fines de junio, cuando –en paralelo a la adecuación normativa de las FF AA a la lucha contra las «Nuevas Amenazas»–Aguad firmaba con Nicolás Dujovne una resolución que otorgaba un insultante 8% de aumento a los sueldos militares. Claro que la veloz intervención del propio Macri elevó tal paritaria al 20 por ciento. Sin embargo, eso no evitó la suspensión del desfile del 9 de Julio. Ni la cena de camaradería a celebrarse unos días después; de hecho, en los foros de los oficiales retirados circuló la siguiente directiva: «No concurrir para que Macri termine saludando a la nada como en sus últimos discursos».

A tal situación puntual se le suma otra más genérica: los cuadros medios de las FF AA no sienten halago alguno por ser usados en tareas de seguridad interna; aducen que ello será un inagotable semillero de corrupción entre la tropa, sin soslayar su lógico disgusto por cumplir funciones policiales.

Pero la conversión de los cuarteles en supermercados y countries es lo que más los tiene a maltraer. Especialmente cuando ni un solo centavo de tales operaciones llegará a sus arcas.

Eso es precisamente lo que ha sucedido el año pasado con la subasta de la ex Sastrería Militar, en el barrio Las Cañitas –por 33 millones de dólares–, y la del Campo General Paz de Remonta y Veterinaria, en Córdoba –por 5 millones de dólares–. Ambos terrenos están destinados hoy a emprendimientos inmobiliarios privados, siendo incierto el destino de los dividendos obtenidos por sus respectivas escrituras. 

A semejante fervor comercial por lo castrense se le añade (así como se desprende del decreto 355/18, rubricado por Marcos Peña y Macri, el 23 de abril) la autorización para la subasta pública –por 3 millones de dólares– de un terreno del Ejército en la zona céntrica de la capital neuquina con la idea de construir allí dos lujosas torres, y no un complejo de viviendas populares, tal como se había previsto originalmente. El decreto en cuestión también incluye otros siete terrenos y edificios en la Ciudad de Buenos Aires.

Pero ahora, a partir de la DPDN, el loteo de inmuebles militares ya es una política de Estado. Y con la excusa de la «reconversión estratégica».

Aguad lo explica con la planilla Excel en la mano: «En los años ’80 el Ejército tenía 100 mil efectivos, ahora –tras la abolición del servicio militar– hay apenas 19 mil. Debemos achicarnos. Pero –promete– con un plan y amplio acceso a la tecnología».

De ahí proviene la brillante idea de combatir enemigos fantasmales –los grandes cárteles de narcotráfico (que aquí no existen) y el terrorismo (que aquí no actúa)– con «fuerzas militares de despliegue rápido» y «unidades conjuntas del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea», ya que estas funcionarían en bases operativas en común. 

En cierto modo, aquella ecuación no es nada antojadiza: para enfrentar al auténtico «enemigo interno» (que abarca desde opositores políticos hasta ex funcionarios y organizaciones sociales, pasando por mapuches, estudiantes secundarios, trapitos y competidores económicos de Macri) no se necesita más que centros para detenidos y salas de interrogatorio.

A la vez hay otra cuestión: el FMI exige la venta de tierras públicas para así reducir el déficit fiscal. Una condición ineludible para adquirir más deuda.

Ya en la mira de los agentes inmobiliarios está la Escuela Superior de Guerra, Campo de Mayo, el Instituto Geográfico Militar, la Reserva Pulmari, el Comando Antártico y el Regimiento de Granaderos.

Aquel es el gran «desafío» militar de los meses venideros. «