El contenido del discurso del presidente Mauricio Macri ante la Asamblea Legislativa confirmó su declinación política, el tono rabioso e irascible con el que emprendió su arenga ratificó el fin de ciclo.

Aquella narrativa duranbarbista de los orígenes, de una sociedad pospolítica y posideológica, harta del conflicto permanente y que tan sólo aspiraba a representantes que sean meros administradores de cosas, quedó enterrada bajo el barro de tres años de crisis de un país violentado por sus CEO.

Frente a una economía congelada en la producción y el consumo, y explotada en los precios (mientras menguan sensiblemente el empleo y los salarios), la estrategia que terminó de coronar el discurso en el Congreso fue la de incendiar la política. Fogonear emocional e ideológicamente el campo de batalla en el decisivo año electoral. 

Aquellas tiernas enunciaciones vacías del tipo «hay que bajar el volumen de la voz presidencial para ayudar al desarrollo de la conversación pública» sucumbieron en el torpe griterío –por momentos inentendible– que caracterizó al discurso de inauguración de sesiones ordinarias. 

El presidente confirmó que su administración ya no tiene para ofrecer ninguna perspectiva esperanzadora. La única medida «positiva» –el adelanto y concentración de todos los aumentos de 2019 de la Asignación Universal por Hijo– parece más una resolución urgente que se propone evitar el estallido antes que una propuesta que pretenda cautivar a pobres corazones.

Macri intentó subirse –con impostado fervor– a una épica imposible: el gobierno de los ricos que, luego de tres años de deterioro y ajuste, exige a una sociedad extenuada más sacrificios presentes para algún lejano paraíso futuro.

La apuesta quedó reducida al estímulo salvaje de las pulsiones punitivas, el relato de orden y la deshilachada bandera de la lucha contra la corrupción. La grieta como única política de Estado. Pero el problema es pretender extraer de la grieta mucho más de lo que por naturaleza puede dar.

La economía fue esquivada o estuvo prácticamente ausente en la alocución presidencial (salvo por cifras fantasiosas sobre productos insignificantes) y no se nombró la principal soga que cuelga amenazante en la casa del ahorcado: la deuda descomunal y su acreedor, el Fondo Monetario Internacional. No habrá baja de inflación, ni reactivación económica, ni está garantizado el cumplimiento de los compromisos en materia de deuda.

Pese a los eufóricos aplausos de la barra cada vez más descontrolada de Cambiemos en el Congreso, hacia abajo se percibe una desilusión creciente: según los números de la consultora Synopsis, el desempeño de la gestión tenía un 47,9% de evaluación positiva y un 32,3% de negativa hace un año y ahora se invirtió: 25,6% positiva y 58% negativa. Las expectativas también se derrumbaron: en marzo de 2016, un 42,8% era optimista y un 35,6% pesimista respecto a cómo evolucionaría la situación del país en los siguientes 12 meses; en la actualidad, sólo un 25% es optimista y un 49,5%, pesimista.

Pero si los de abajo pierden esperanza, los de arriba tampoco creen demasiado. Mientras Macri hablaba, rebotó el riesgo país y superó los 700 puntos básicos, cayeron los bonos argentinos y subió el dólar. Lo que eufemísticamente llaman «los mercados» desmentían a Macri en tiempo espantosamente real. Si para las mayorías populares el drama es la ausencia de medidas que mejoren la situación social, para los dueños del país, el problema es la carencia de un plan que aplique un ajuste mayor. El capítulo preparado por Dante Sica sobre el trabajo no tuvo lugar en el discurso final y la reforma laboral, el sueño dorado del país patronal, no pudo ni siquiera ser nombrada. Allá lejos y hace tiempo quedaron las pomposas promesas del «reformismo permanente».

Desde el punto de vista institucional, la mayoría de los gobernadores le hicieron un inocultable vacío al presidente: sólo cuatro estuvieron presentes en el Congreso, tres de ellos oficialistas (el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta; la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal y el jujeño Gerardo Morales) y uno formalmente opositor (el entrerriano Gustavo Bordet). La ausencia se produjo más por oportunismo que por renovadas ansias de oposición, pero en todo caso, el hecho sentencia que Macri es un organismo político en desintegración y al que mejor conviene no acercarse.

Por último, el caballito de batalla de la regeneración institucional y el fin de la corrupción quedó sensiblemente baqueteado con el fiscal emblema de la causa llamado al banquillo de los acusados por oscuros lazos con extorsionadores, falsos abogados y espías que fermentan en los sótanos de la república. Carlos Pagni, uno de los principales editorialistas de La Nación, un medio muy «comprometido» con Carlos Stornelli y las fotocopias de los famosos cuadernos, fue lapidario en la edición del mismo día del discurso: «Lo relevante es que vuelve a demostrarse que Mauricio Macri decidió una lamentable continuidad con el kirchnerismo en el área donde más se exigía una ruptura: la contaminación de la Justicia con la ciénaga del espionaje». No hay remate.

Cuando Macri finalizó el discurso y en un acto de honestidad bruta, el otrora cráneo y estratega de la coalición Cambiemos, Marcos Peña, afirmó: «Mauricio la rompió». Efectivamente: la destrozó, la estalló y la dejó en ruinas. «