El Riachuelo siempre fue acusado de ser el causante de los males que asolaron a la metrópoli. Males vinculados a la salud: cólera, fiebre amarilla, sífilis prostibularias, tuberculosis de conventillo. También a ciertos males sociales y políticos, por ser el lugar de la indiada originaria, luego negra y más luego de la gringada europea, para después recibir al “cabecita negra” y más recientemente a los hermanos de la Patria Grande. También fue el río que permitió en el ‘45 el paso de numerosos y descamisados trabajadores, en busca de su dignidad, ignorando el límite impuesto del arrabal.

Abusos y estigmas fueron quedando en sus aguas, llevando a ese lugar a la catástrofe ambiental, en proceso de recuperación a través de una extendida y a veces errática política de Estado. Hoy se asume el desafío de gestión con gran esfuerzo en tiempos de adversidad, pero con estrategia y audacia, como lo pide la coyuntura.

Lo cierto es que la fiebre amarilla vino en las mochilas del ejército que retornaba de la bochornosa guerra contra el Paraguay, que la sífilis bajó del barco de un conquistador y luego fue el producto de rufianes polacos y “cafishios” conservadores, que el bacilo de Koch se metió en los pulmones de los humildes por las condiciones de hacinamiento de los conventillos, y que los descamisados que cruzaron el río, lo hicieron por sus derechos. Nada escapa a su contexto, económico, político y social.

El Riachuelo y su decadencia son el producto de un choque a alta velocidad, la velocidad de un progreso que entró a ritmo de locomotora en nuestro país para consolidar ese puerto que miraba para afuera. Un gran esfuerzo para aprovechar tanta tierra ganada por la civilización, que se estrelló sobre un punto denominado Puerto de Buenos Aires.

Esa es la traza de sentido unívoco que el país no ha podido cambiar, el modo radial sobre un solo sitio, que acumula por sobre el resto del país. Kilómetros de vías férreas han recorrido el país para terminar en Buenos Aires, donde atiende Dios, decía mi padre.

Después del cólera y la fiebre amarilla, Buenos Aires comprendió la utilidad sanitaria del tendido de agua y cloacas. Después de esta pandemia, atender las necesidades sanitarias de la Cuenca Matanza-Riachuelo (CMR) es primordial para mejorar la salud de millones de personas, que viven hacinadas, sin agua y sin cloacas. Por eso es preciso terminar obras como el Colector Margen Izquierdo, una gran obra que nos permitirá dar una solución integral a las limitaciones en la capacidad de transporte de los desagües cloacales, generando la expansión de dicho servicio y mejorando las condiciones ambientales de la CMR y el Río de la Plata. Obra empujada con fuerza por AySA y el Ministerio de Obras Públicas para ganarle a la desidia del gobierno anterior.

Para que todo eso funcione, se necesita llegar a cubrir el 100% de agua y cloacas en la CMR. Aún falta el 50% para llegar a dicha meta, que una vez cumplida cambiará sin dudas la realidad sanitaria que, acompañada del control industrial, revertirá una larga historia de injusticias. La contaminación de la CMR tiene un dato contundente: casi un 80% de esta es cloacal.

Hoy, a más de cien años de la fiebre amarilla, para millones de habitantes la gran oportunidad sigue estando en Buenos Aires y su nuevo predador, el Covid-19, se asienta en el mismo lugar y alrededores. Después de un siglo el hacinamiento y la pobreza siguen amplíandose en forma concéntrica desde la ciudad-puerto. Como antes, su población sigue luchando contra las condiciones de pobreza, como aquel indio, negro, gringo, “cabeza” o vecino limítrofe.

Nuestro país debe establecer diversos polos de desarrollo regionales, implementar posibilidades atractivas a la ciudad-puerto, tener una infraestructura poderosa y eficaz para sus provincias, posibilitando desarrollos que nos den una distribución demográfica más homogénea.

La historia de este puerto es la historia del país de los vencedores, de los que pensaron puertos para integrar hacia afuera, de los que aún viven de las migajas de las rentas y la especulación del suelo, generando un ambiente degradado y aportando al calentamiento global.

La CMR debe ser una unidad metropolitana a gestionar y el Riachuelo tiene que dejar de ser la “fosa del palacio” para convertirse en el eje convocante de esa articulación.

La recuperación de la CMR debería servir para que reflexionemos cómo queremos vivir, cómo queremos que sea nuestro ambiente, el de nuestro país, que seguramente seguirá deteriorándose si el 60% de la población vive a orillas del río color de león.

Es preciso entender que el ambiente también es una resultante política, lo podemos transformar y lo podemos cuidar. Pero para eso es preciso pensar el país.