Hace 76 días surgía de China el primer reconocimiento oficial de la existencia de una cepa inédita de un virus que paulatinamente se convertiría en el fantasma del planeta entero. Hoy se sabe que unos 45 días antes, un hombre chino de 55 años fue el primero en contagiárselo de otro humano, aunque aún se desconoce quién fue el «paciente cero». Desde entonces, sólo en ese país asiático se computaron 81 mil casos, de los cuales algo más de 3000 resultaron fatales. En el mundo, las cifras se elevan a casi el doble y el número de fallecidos ronda la media decena de miles. Hay dudas sobre el verdadero origen, pero a cada hora se renuevan las alarmas y hasta los países faro del mundo están sometidos al flagelo.

La vida en todo el globo cambió en estos días. El antes y el después del coronavirus. Lejos y cerca de cada uno de nosotros. Los usos y costumbres, las expectativas, las ambiciones, los temores, las paranoias. Fundamentalmente, el modo de relacionarse: hay infinitamente menos apretones de manos, ni qué hablar de abrazos y, más aun, nada de besos. Al diablo los encuentros masivos. Entre nosotros, espectáculos suspendidos o cercenados, restoranes vacíos, tránsito liviano por las calles, aislamientos forzados o por opción. Una de las consecuencias: la exponencial suba de adhesión a Netflix y otras plataformas…

Pero la crisis no hizo desaparecer ciertas miserias, aumentadas de la mano de la inflación nuestra de estos tiempos. Son muestras de lo devaluada que está la consideración por el otro, el de al lado, el semejante. Un individualismo cretino que va más allá de un mero patrón de conducta recurrente, que lleva a actitudes como la de ni siquiera cumplir con la exigencia mínima de 14 días de «cuarentena», incluso de parte de «personajes» con alguna responsabilidad social mayor (desde un gerente de un supermercado hasta un periodista de TN, pasando por tantos otros) al punto de requerir una amenaza de penarlo con la ley. Como si la ley les importara. Como si respetaran su responsabilidad ciudadana, ya no con la salud propia sino de la de los demás.

Tampoco desapareció, claro, la voracidad del capital, el desenfreno de sectores por acrecentar su ganancia sin medir lo que está en juego. En estos casos, como en otros, la infamia queda al descubierto. En un país con el 40% de pobreza, no sólo se vuelve a disparar el precio del azúcar y de muchos alimentos indispensables, sino que también hubo una suba desenfrenada del valor de productos como el alcohol en gel, los barbijos, los productos de aseo o de prevención. Eso, si se consiguiesen, porque de buenas a primeras desaparecieron de las góndolas. Y no siempre porque se los hayan llevado los usuarios. Se aprovechan del momento social en el que impera el temor. Todos queremos ganar un poco más, todos lo necesitamos, pero la cuestión es mirar, al menos de reojo, al de al lado.

Muestra de una sociedad que en muchos casos se vincula por la desaprensión, o llanamente en el desprecio por el otro.

Es un escenario delicado. No faltan los cuestionamientos y las grandes incógnitas. Por ejemplo: según la propia OMS, la tuberculosis mata a más de 3000 personas por día en el mundo; la hepatitis B, a unas 2400; el virus de influenza A H1N1 (pandemia inmediata anterior declarada por esa organización en 2009) sigue matando a más de mil. Ni qué hablar de otras enfermedades relacionadas con la pobreza o la desigualdad extrema. O el dengue, que tiene menos prensa que otros virus, a pesar de que también amenaza duro nuestra vida cotidiana, aquí al lado, bien cerquita, con cerca de 700 casos reconocidos sólo en barrios porteños. Sí, claro, un dato determinante es que este nuevo coronavirus tiene un altísimo nivel de contagio.

Y de ahí la paradoja de que para cuidarnos… tenemos que aislarnos.

Justamente en estos tiempos de ultrainformación, redes sociales e inmediatez comunicacional. La saturación informativa, la viralización brutal, abrumadora, así como modificó sustancialmente los patrones de convivencia y actitudes individuales y colectivas, así como alimenta y modifica culturas, también produce fenómenos nuevos, inmediatos, feroces, siempre interesantes, muchas veces despiadados. Qué pasaría hoy si ocurriera una pandemia como la denominada «gripe española» que, en 1918, infectó a 500 millones de personas y causó la muerte de 50 millones en el mundo. O la fiebre amarilla, en esas callecitas de Buenos Aires, que a mediados del siglo XIX mató a 14 mil. Probablemente la velocidad de investigación, reconocimiento y respuesta, vertiginosa en estos días, habría menguado los efectos letales y otra historia se habría contado. Pero también se habría contado infinitamente más veces y a una rapidez supersónica. La incógnita ingresa en un territorio novedoso: ¿también se habría generado, de un modo o del otro, esta impodemia actual, este descomunal bagaje de información que muchas veces no sólo no es absolutamente necesaria, sino que –mucho más trascendente– carece de menor o mayor nivel de rigurosidad y genera efectos opuestos a los que supuestamente se persiguen? ¿Cómo se habría manifestado con esta sensación actual de apocalipsis, en pleno siglo XXI, en la que un portador de tos o un resfrío es nuestro peor enemigo íntimo? Una nueva vez nos reconocemos actuando en la vida cotidiana como si fuéramos protagonistas de esas taquilleras pelis de Hollywood que muestran pestes, tragedias, el fin del mundo al alcance de la mano… Si no tuviéramos que aislarnos.

Claro que otra arista es que este virus puso en entredicho «verdades reveladas» y evidenció lo que provocaron, por caso, las privatizaciones en el sistema de salud de España. O demuestra que el aparato sanitario norteamericano para las grandes mayorías no es, por lejos, lo maravilloso que el marketing muestra. Y deja en claro, una vez más, la perversión del anterior gobierno argentino cuando decidió que ya no se requería un Ministerio de Salud y pauperizó a extremos siniestros las condiciones de salubridad. Ni qué hablar de la falta de insumos en los hospitales, como denuncian los propios trabajadores. Lo que vuelve a reafirmar, como si no tuviéramos otras muestras tan abrumadoras en nuestro pasado reciente, la importancia de un Estado presente, activo y que contenga a las mayorías.

Pero, bueno, por ahora la rabia es otra de las enfermedades que sigue matando más que este flagelo que nos envuelve apenas iniciada la década del 2020, al punto de correr a un segundo nivel de interés, la negociación de la deuda, el lockout patronal del campo y tantas otras cuestiones que nos desvelaban hace sólo unas horas. Ahora el coronavirus nos envuelve a todos. A los que transitan la zona de riesgo etaria y a los que no. A buena parte de nosotros, que ya soportamos los advenimientos de otros virus que nos modificaron ciertos hábitos de la vida. Por caso, el VIH, que llevó a mudar algunos patrones de relaciones íntimas sobre la parte final del siglo anterior.

El coronavirus parece que no llegará a tanto. Eso esperamos. Y que regresen los abrazos y los besos. Codo con codo. «