Mientras grupos afines Donald Trump preparaban para ayer a la tarde la llamada “Marcha del millón” –que se realizó en Washington y, si bien no registró tal cantidad de adhesiones, sí fue masiva–, una manera de presionar para un recuento de votos que dé vuelta el resultado “oficial” de la elección, el presidente continuaba su enfrentamiento con el Pentágono a niveles nunca vistos en la historia reciente de Estados Unidos. El martes, Trump echó sin diplomacia al secretario de Defensa, Mark Esper y luego recibió un mandoble de Mark Milley, el jefe del Estado Mayor Conjunto, quien le avisó que los militares no participarán de ninguna intentona de permanencia en la Casa Blanca. «Somos únicos entre los ejércitos. No prestamos juramento a un rey o una reina, ni a un tirano o un dictador, no prestamos un juramento a un individuo. No prestamos juramento a una tribu o una religión. Hacemos un juramento a la Constitución”.

La pelea de fondo con los uniformados –lo que implica que es con el aparato militar industrial– es por el retiro de tropas de Afganistán y Siria. Fue una de las premisas del empresario al llegar al gobierno y no pudo conseguir que en cuatro años lo obedecieran, a pesar de que si se habla de Constitución, el presidente es el jefe de todas las Fuerzas Armadas. ¿Lo lograría ahora?

Hace unos días, Trump tuiteó “deberíamos traer al pequeño número de nuestros hombres y mujeres valientes que están sirviendo en Afganistán para Navidad”. El presidente firmó acuerdos con los talibán para una entrega ordenada del poder en ese país asiático. Pero la resistencia dentro del Pentágono es enorme. Milley nunca ocultó su desacuerdo. “Es un plan basado en condiciones y nosotros continuamos monitoreando esas condiciones”, dijo.

Aliados republicanos como el representante por Texas Ron Paul, un libertario –mentor de los radicalizados Tea Party– que suele argumentar con vehemencia en contra de las guerras en las que EE UU está empantanado desde principios de este siglo, pretende otra postura de Trump, aun a 66 días del cambio de gobierno.

“El presidente siguió una política exterior sensata, definiendo ‘EE UU primero’ como sacar a EE UU de guerras interminables y contraproducentes –escribió esta semana–. Pero no se puede seguir una política exterior de ‘EE UU primero’ si se pone a personas como Mike Pompeo, John Bolton, Nikki Haley, Mark Milley a cargo de llevarla a cabo. Simplemente no lo harán. Estamos viendo eso nuevamente cuando se trata de retirar nuestras tropas de la larga y estúpida guerra en Afganistán”.

Bolton, exasesor de Seguridad, se tuvo que ir humillado, como Esper, y Pompeo, el secretario de Estado, inició ahora una visita a los jefes de Estado de la OTAN, de los primeros en reconocer el triunfo de Joe Biden. Milley ahora devuelve golpe a golpe a la espera del cambio de administración en Washington.

Los guiños de Biden no pueden ser más auspiciosos para los amantes de la guerra y ponen incómodos, antes de asumir, a los progresistas que esperan recompensas políticas por el apoyo para obtener los más de 78 millones de votos acreditados en las urnas hasta ahora.

No es de extrañar que de las 23 personas de su equipo de transición, según publicó en  el portal In These Times (ITT) la periodista Sarah Lazare, haya un tercio que acreditan como “su empleo más reciente» a organizaciones, think tanks o empresas relacionadas directamente con la industria de armamentos. “Esas cifras pueden ser mayores –escribe Lazare– ya que ITT no pudo obtener cuál es la financiación de todos los empleadores de manera exhaustiva.

Entre los sponsors de los asesores de Biden que seguramente tendrán un cargo en su gobierno –si es que finalmente Trump se va del Salón Oval– figuran, de acuerdo a ese informe, “General Dynamics Corporation, Raytheon, Northrop Grumman Corporation, Lockheed Martin Corporation y otros fabricantes de armas y contratistas de defensa, así como de compañías petroleras”.

Conviene recordar a esta altura que Biden, como vicepresidente de Barack Obama, supervisó el desarrollo de las guerras en Afganistán e Irak, a las que apoyó como senador en 2002, y las de Siria y Libia. Y que Trump, a pesar de las órdenes impartidas, nunca logró “traer de vuelta a casa” a las tropas.

La primera orden sobre Siria fue de diciembre de 2018 y provocó la renuncia de Jim Mattis, el primer secretario de Defensa. Jim Jeffrey, diplomático ahora jubilado y enviado especial de Trump para la región con el mandato de monitorear el retiro de tropas, reconoció en una entrevista reciente que dibujaron el número de efectivos y le dieron largas a la operación tanto como pudieron. 

“Siempre estábamos jugando el truco de los tres vasos –declaró Jeffrey sin inmutarse– para no dejar en claro a nuestro liderazgo (el presidente) cuántas tropas teníamos allí”. Reconoce que la cifra real es mucho mayor de las 200 que Trump acordó dejar allí en 2019. “¿Qué retirada de Siria? Nunca hubo una retirada de Siria”, reconoce.«