La Iglesia Saint Julien le Pauvre, muy cerca de Notre Dame, es la más vieja de París. Unos pasadizos secretos de la Edad Media, cruzan la calle hasta unas cuevas donde funciona Aux Trois Maillet, un sitio de los más musicales y divertidos de esa ciudad maravillosa.

El templo es más bien austero. Comparado con las catedrales, ostentosas, deslumbrantes, su maciza construcción resulta ciertamente modesta y el interior es sobrio, prudente, mesurado como pocos. Allí estaba sentado una nochecita de los años ’70. Primeros viajes, la intención, más que nada era matar el tiempo. Los días del turista son demasiado largos, a veces. Así que allí estaba, tal vez aprovechando la entrada gratis o muy barata.

Hacia el altar mirábamos unas 40 personas y exactamente a las seis de la tarde de aquel día de primavera, se oyó música, se oyó la voz de Dios. Al menos eso creo. Algo celestial cantaba en todo el ámbito de la iglesia y todos los feligreses que allí estábamos, aguardábamos la aparición física de la celestial manifestación del arte.

De pronto, por detrás nuestro, por el pasillo por donde habitualmente caminan los novios, apareció un príncipe chino, vestido como un rey de los cuentos infantiles. Era un contratenor, era aquel hombre bello y breve que invitaba al Todopoderoso a una payada mano a mano. Es que sí, absolutamente, ese personaje salido de la fantasía, podía competir con el Todopoderoso. Y así avanzó hasta la cruz y solamente faltó que se atara las manos para creer que se trataba de alguien superior, un ser llegado de algún sitio que bien puede ser un recóndito rincón del propio corazón. De la memoria del alma, de la conjunción de cuanto hemos aprendido de la belleza en nuestra vida.

El llanto que me recorría, era fundacional. Me convertí súbitamente en un espectador alucinado por esa condición. Sin saber cantar, o realizar cualquier forma de música, ni siquiera silbar. Me sentí desacoplado hasta para hacer palmas. Entonces, supe cuál era mi destino, y lo firmé. Algún santo lo selló a la salida y con ese salvoconducto en la mano, supe que tendría siempre, en algún momento del día, el consuelo de un artista. Es imprescindible. Tiene que serlo. Es lo único que exijo. Y nadie puede hacer trampa salvo que sea un mago, que, al revés de la cuestión, debe consumar el engaño como una creación de la realidad.

Después, vino la vida. Y nada como la música para aceptarla.

Aprendí definitivamente que con ella envolviendo el discurso, la perfección nos ronda.

Pruebe el lector, como ejercicio, filmar con su celular una fuente. A un chorro de agua que brilla en su ascenso y caída, a la luz del sol que lo atraviesa. Ahora, a esa misma filmación agréguele algo de música, por ejemplo, a las imágenes súmele a Vivaldi. La visión, de inmediato, se convierte en una manifestación artística. La música envuelve las imágenes como si fuera un manto de terciopelo que protege algo divino.

O permítaseme otra sugerencia. Camine por San Telmo, por cualquiera de sus callecitas rebosantes de adoquines desparramados en valles irregulares. Pero hágalo con un par de auriculares conectados a una fuente musical, que le devuelva un tango, un buen Osvaldo Pugliese, el Astor Piazzolla que le resulte más grato. Así, la ciudad se resuelve como un poema.

En cada gesto de la vida puede (debe) estar la música y es tal su poder que hubo (y siempre habrá) quienes han querido hacer cine sin ella. Aunque dé a pensar que con música no vale, con música es robo. Son esas las películas que se quedan en el corazón y en todas ellas, está allí, canturreándonos la melodía. Como un súbito recuerdo deviene, por caso, El Padrino, es esa melodía que ahora mismo usted puede poner en sus oídos y cantar de alguna manera. Nos podremos, en fin, hemos olvidado de muchas partes de la trama, pero la música nos habitará para siempre.

Les contaba hace unos días que en Suecia se hizo una investigación sobre lo que la música gravita en nuestras vidas. Doce mil personas fueron las entrevistadas. Dieron como resultado que quienes son habitués de la música viven más y mejor. Parece una obviedad, pero no lo es en absoluto. He visto tantos directores de orquesta y músicos longevos que no puedo dudar de que sea así: la juventud que se desprende de la energía de Martha Argerich y de Daniel Baremboim, por citar los ilustres visitantes de estos días, de estas últimas horas, nos habla de seres con una juventud que se ha cristalizado. Esas mentes privilegiadas son potenciadas por la música, porque además tienen la suprema ventaja de que ellos mismos, como el teatro, son la música misma. Lo que respiran, lo que corre por sus venas, lo que miran sus ojos, lo que reciben en su corazón, todo es música.

Dios ha sido generoso en no exigirnos ser como ellos, para poder disfrutarla plenamente. <