Alguna vez el rock fue un género revulsivo, vinculado al espíritu agitado y las ansias de libertad que identifican a la adolescencia. Capaz de asustar a padres y madres, que se desvivían por alejar a sus chiquitos de tan nefasto influjo, el rock fue vinculado sucesivamente a la violencia, el sexo libre, las drogas, el suicido, el crimen e incluso al mismísimo Satán. En casi todos los casos, para qué negarlo, sobraban las razones. Pero el rock fue pasando de ser una expresión marginal a convertirse en niña mimada del mundo de los negocios. En la actualidad no hay género dentro de su universo al que no le hayan exorcizado sus demonios a través de la liturgia del mercado. Así fueron cayendo desde el rock & roll más tradicional, con las caderas endiabladas de Elvis como estandarte, el hard rock de finales de los ’60, los juegos químicos de la psicodelia o la muerte joven del punk, hasta el violento heavy metal y su galaxia de subgéneros, uno más diabólico que el otro. Para cuando en 1992 Nirvana y el grunge provocaron la última revolución adolescente, el rock ya era parte del establishment de la cultura global. Algunos años más tarde hasta las abuelas, que antes se hacían la señal de la cruz con sólo escuchar los primeros acordes de «Jailhouse Rock», lloraron de pena cuando Kurt Cobain se voló su torturado flequillito rubio de un escopetazo.

Desde entonces dicen que el rock ha muerto. Que sólo lo escuchan los «viejos» de más de 40. Que definitivamente ha sido reemplazado en el oído juvenil por el hip-hop, el reggaetón o el dubstep, provocando el enojo de los rockeros, que ahora rezongan como lo hacían los tangueros más conservadores cuando arreciaba la beatlemanía. Pero de golpe aparece en las librerías una colección de historietas, que bajo el nombre de La novela gráfica del rock recorre la biografía de algunas de las bandas más populares del género a través del arte de los cuadritos entintados. Y entonces parece que todavía no se ha perdido la última batalla. Editada por el sello español MaNonTroppo, la colección pone al alcance de los fanáticos sus dos primeros volúmenes dedicados nada menos que a los Ramones y a Metallica, bandas emblemáticas del punk y el heavy metal, los géneros que se encargan de custodiar lo más rebelde y combativo del rock. La elección de ambas es, de alguna manera, una forma de plantar la bandera en la parcela más dura del suelo rockero.

Escritos por el guionista y periodista de rock inglés Jim McCarthy y dibujados por Brian Williamson, los libros narran las carreras de ambos grupos intentando meterse en cada grieta de sus historias. De esa forma recorre los orígenes de cada uno: el de Ramones en el barrio de Queens, en Nueva York, y el de Metallica en la costa opuesta de Estados Unidos, en los suburbios de ciudades como Los Ángeles o la Bay Area de San Francisco. Pasan por los distintos paisajes emotivos que representa para ellos la salida de sus discos emblemáticos, los cambios de miembros, las peleas de sus líderes, los procesos de crecimiento o los períodos críticos, el éxito y las tentaciones, la resistencia en momentos de debilidad, el vínculo con otros artistas, con el público y los fans. Entre estos últimos se encuentra el público natural de estos libros, son ellos los que disfrutarán de ver a las duplas de James Hetfield y Lars Ulrich o Joey y Johnny Ramone convertidas en personajes de historieta.

Proveniente del mundo del comic, no llama la atención que McCarty haya trabajado en su momento como guionista de Judge Dredd, uno de los personajes favoritos de muchos rockeros. Junto con Williamson trabajaron en otros libros de historieta sobre figuras del mundo de la música, como Michael Jackson, Nirvana o Guns N’ Roses, este último de próxima aparición en esta misma colección. Trabajados en un blanco y negro de alto contraste que da a las tiras un aire clásico, los libros de Metallica y Ramones tal vez no cuenten nada nuevo, pero sin dudas lo hacen de un modo distinto, agradable más allá de incomodidad inicial que puede provocar una traducción repleta de españolismos. Habrá quien los lea como un certificado de defunción del rock. Pero también quienes los vean como una prueba de que la bestia todavía respira y da pelea. «