«Mirá si dejamos de decir que ‘se va a caer’ y nos ocupamos de dejar de sostenerlo», desafía Lucho Fabbri desde su tuit fijado. Le habla a un varón que ya empezó a recorrer su camino de deconstrucción machista, pero le pregunta cuántos Juan Darthés hay en su grupo de amigos, en su equipo de fútbol, por qué les banca el guiño cómplice cuando le dicen a una piba, por la calle, todo «lo que le harían», o cuando se zarpan en el grupo de WhatsApp. El problema no es Darthés sino la masculinidad patriarcal, y por eso llama a romper el pacto de complicidad en esos espacios de socialización varonil, tan herméticos, que funcionan, dice Lucho, como la última trinchera de la violencia machista.

Licenciado en Ciencias Políticas, docente universitario y uno de los fundadores del colectivo Varones Antipatriarcales, Luciano «Lucho» Fabbri, rosarino, lleva una década coordinando talleres sobre eso que suele llamarse «nuevas masculinidades», en organismos públicos, organizaciones políticas y civiles, sindicatos y universidades. Cuenta que en todo este tiempo, el nivel de sensibilización con la agenda de género de los varones que asisten a los encuentros ha crecido notablemente.

«No hay un taller estandarizado de deconstrucción machista, sino propuestas diferentes en función del público y la institución que lo demanda. Es cierto: casi todos los varones que asisten ya tienen vínculos interpersonales cotidianos con mujeres feministas o con disidencias sexuales en sus espacios de trabajo, estudio o militancia; o sea, ya están fuera del imaginario antifeminista. Esos clisés que asocian al feminismo desde las izquierdas a desviaciones pequeñoburguesas o desde el sentido común más conservador a la idea de revanchismo contra los hombres, ya están bastante erradicados. Hace diez años todavía tenías que discutirlos. Ya no. Y otros clisés más propios del campo popular, como plantear el feminismo como algo marginal o periférico, tampoco se escuchan: la mayoría lo entiende desde una perspectiva política integral».

–¿Se corrió también el umbral de lo que los varones comprenden como desigualdad o violencia hacia las mujeres?

–Sí, hoy ya esos varones se problematizan una serie de prácticas que se pueden entender como violencia, a pesar de que no sean las violencias físicas y sexuales más crudas y evidentes. Aunque todavía los privilegios de género siguen siendo difíciles de identificar para una gran mayoría de compañeros, sobre todo cisgénero o heterosexuales, que los tienen muy naturalizados.

–¿Dónde está el núcleo duro de la resistencia masculina a estas transformaciones? No me refiero a la reacción patriarcal extrema, al femicidio, sino a la resistencia más trivial, cotidiana.

–Efectivamente, uno de los núcleos más duros de cuestionar y de interpelar son esos espacios de socialización masculina donde se dan lazos de complicidad en los cuales se sostienen los privilegios, las prácticas machistas y las violencias, avaladas y legitimadas por otros varones. Esa complicidad funciona fundamentalmente por el temor a la expulsión de esos espacios de pertenencia, el temor a la pérdida de la legitimidad que te otorgan tus pares, que son quienes constantemente ratifican tu masculinidad, tu virilidad, tu heterosexualidad. Ese es uno de los núcleos a los que hay que apuntar. Hay que poder generar prácticas, discursos, formas de intervención que erosionen esas complicidades, y que a la vez nos permitan a los varones que intentamos romper con eso imaginarnos perteneciendo a otras formas de sociabilidad masculina, que hoy carecen de modelos de referencia.

–¿El pacto no se rompe por temor a perder esos privilegios de género?

–Sí, por eso son tan herméticos esos espacios, y por eso los grandes costos que acarrean quienes traicionan la complicidad, que pueden incluir la expulsión. En la reproducción de esas lógicas dentro de los grupos de varones, en ese funcionamiento grupal que hace silencio o festeja las prácticas machistas y no las expone como tales, hay una búsqueda de impunidad entre pares. Eso queda ahí, en el grupo de WhatsApp, en el vestuario. Es lo que Rita Segato llama la «cofradía». Es el espacio al que las compañeras no llegan. Y el que trae una mujer al grupo de sociabilidad entre varones, cuyo código es precisamente ese, sólo nosotros, es el traidor, el pollerudo. La estrategia es de blindaje. Las compañeras no acceden a esos espacios, y delante de ellas la «careteamos». Pero yo no lo llamaría «refugio», que es un lugar donde uno busca contención, sino más bien «trinchera», porque funciona  como un reducto de impunidad.

–¿La tarea es romper esa complicidad?

–Si tenemos una tarea como varones en relación a los feminismos, es esa, romper esos lazos de complicidad. De algún modo, se trata de traicionarlos. Y no pensar eso como un acto heroico individual, sino como una estrategia de construcción colectiva, creando otros espacios de pertenencia para sentir, después de traicionar la complicidad, que no quedamos en la soledad y en la intemperie. Hay otros lugares superadores que habitar como varones. Ahora bien, es muy difícil pensar que la transformación de estas desigualdades estructurales y sistémicas se va a dar por una renuncia personal de los sujetos privilegiados a sus privilegios. Los varones también tenemos que politizar lo personal y hacer colectivo lo político, y no pretender desandar estos aprendizajes sociales históricos de forma voluntaria individual. Generar espacios colectivos propios supone corrernos del lugar de certeza y de solidez que nos da la masculinidad patriarcal, para asumir la desorientación en la que estamos como varones en un contexto histórico de transformaciones radicales de las relaciones de poder entre los géneros. Para eso, tenemos que asumir la incomodidad, la vulnerabilidad, el malestar, el desconcierto, y empezar a construir respuestas de manera colectiva.

–¿Podría un colectivo de varones antipatriarcales erigirse como sujeto político, que articule con el movimiento feminista, o la misma lógica de la reivindicación, confrontando con «lo masculino» como dispositivo de poder, le quita sentido a una construcción así?

–Por supuesto que sí. Podemos ser los varones un sujeto político colectivo en el marco de la lucha antipatriarcal. Pero eso no implica ni disputar la visibilidad ni el protagonismo de las compañeras en los espacios públicos, ni siquiera disputar la denominación «feminista» como una credencial que podamos portar los varones, sino fundamentalmente generar los espacios y las estrategias para interpelarnos colectivamente. Empezando, claro, por romper los lazos de complicidad que sostienen este sistema. «

Una paternidad no «extractivista»

En el Día del Padre, una reflexión posible sobre la deconstrucción machista pasa por rejerarquizar las tareas de cuidado, tradicionalmente adjudicadas a la mujer, para evolucionar hacia modos de paternidad más plenos. Para Lucho Fabbri, «si hay formas de aproximarnos a un registro más incompatible con la violencia, es justamente explorando formas de sensibilidad y de construcción de vínculos desde la reciprocidad que nos hagan ser más conscientes de la necesidad del cuidado de otros y de otras, y eso aplica para la paternidad, por supuesto, pero también para todas las formas en las que nos vinculamos los varones, seamos padres o no, cuando buscamos no anular la subjetividad de los otros en función de nuestros propios intereses. Creo que es una de las líneas estratégicas para cuestionar la masculinidad como dispositivo de poder ‘extractivista'».

–¿Por qué «extractivista»?

–Es un concepto sobre el que trabajo. La masculinidad como dispositivo de poder socializa a los sujetos asignados como varones para considerar que las capacidades, los tiempos, los cuerpos y las sexualidades de las mujeres y de las femineidades deben estar a nuestra disposición. Esa pretensión de disponer de ellas y de sus vidas es lo que de algún modo supone una extracción cotidiana de sus tiempos, de sus energías, para que estén al servicio de nuestras necesidades, deseos, intereses.