“No te asustes, papá está preso. Quedate tranquila, hay una confusión, es por cuestiones políticas. Ya va a salir”, le advierte por teléfono Ángela Fava a su hija Analía Kalinec.

Era el 31 de agosto de 2005 y Analía, en su casa en el barrio porteño de Flores, donde aún vive, no entendía qué sucedía. No creía posible que su padre, comisario de la Policía Federal Argentina, pudiese estar involucrado en un hecho ilegal. Tenía que haber una confusión. Sin embargo, el pronóstico de Ángela resultaría equivocado: su marido no volvería a quedar en libertad. Mientras tanto, con el paso del tiempo Analía empezaría a descubrir otra faceta de su papá. La verdadera cara del Doctor K.

Cada vez que Eduardo Emilio Kalinec llegaba cansado a su casa luego de trabajar durante todo el día, Analía, la segunda de sus hijas, se acercaba gateando a su encuentro y se agarraba de sus pantalones. “¡Mi vizcachita!”, exclamaba él, mientras la alzaba. La llamaba así por dos dientes incisivos superiores y dos inferiores que asomaban de la boca de la bebé al sonreír. Era la más apegada de las cuatro hermanas a ese papá afectuoso y protector. Siempre iba atrás de él cuando debía cambiar un foco de luz quemado de su vivienda, también lo acompañaba a pescar y en vacaciones disfrutaban de recolectar almejas en la playa. Competían por encontrar la más grande. Analía y su padre eran muy compañeros.

Por eso, pese a que en algunas ocasiones regresaba ofuscado a su hogar, Eduardo la mayoría de las veces se tomaba un tiempo para narrarles un cuento a sus hijas. El relato era siempre el mismo: “Colita de algodón era un conejito muy picarón. Su mamá le dijo: ‘Oye, conejín. No vayas muy fuerte en monopatín’. Por desobediente pronto se cayó y su cola blanca… ¡Ay, se lastimó!”.

Aquella fábula quedó instalada en la familia Kalinec junto con la orden de obediencia que pregonaba y que fue transmitida de generación en generación. Años después, Analía rompería con aquel mandato a partir de que la figura de ese papá presente, cariñoso y tierno fuera devorada por la otra dimensión de Eduardo Kalinec: la del Doctor K, condenado, en diciembre de 2010 por el Tribunal Oral Federal N°2 de Buenos Aires, a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad cometidos en la Argentina durante la última dictadura cívico-militar.

El padre que no conocían

Eduardo Kalinec hacía tiempo que se sentía perseguido. Su paranoia había comenzado a fines de 1995 con el nacimiento de la agrupación Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.) que empezó a condenar públicamente a los genocidas de la dictadura que se mantenían impunes. Por eso, cada vez que alguien le tomaba una foto él se ponía de espaldas, como lo hizo mientras bailaba con Analía en su fiesta de egresados de la secundaria en 1997, año en el cual el Estado emitió una serie de Bonos de Consolidación (BOCON) destinado a familiares de desaparecidos. También optó por cambiar los recorridos que realizaba hasta los lugares que solía frecuentar.

Días antes de que las fuerzas de seguridad se presentaran en su casa, había viajado a Mar del Plata no sin antes advertirles a las integrantes de su familia que cada vez que salieran a la calle estuvieran atentas. Las cuatro hermanas sabían que si iban a un bar debían sentarse cerca de la puerta,lo mismo cuando subían a un colectivo. Kalinec percibía que lo estaban buscando.

En 2003, con Néstor Kirchner como presidente, el Congreso de la Nación declaró nulas las leyes de Punto Final y Obediencia Debida que ocasionó que se reabrieran las causas por delitos de lesa humanidad ocurridos durante el autoproclamado Proceso de Reorganización Nacional y a causa de esto, el Doctor K fue detenido dos años después, acusado de intervenir en la custodia de los secuestrados y de participar en interrogatorios y tormentos aplicados en el circuito clandestino, que funcionó sucesivamente en los sitios denominados Atlético, El Banco y Olimpo, conocido como ABO.

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Cuando era chica, Analía fue de viaje de egresados con sus compañeros de primaria y en medio de un fogón recibió una carta redactada por su madre. Pero en ese escrito había una voz ausente. Por eso en la respuesta reclamó una nota de su papá. A los pocos días, esa carta de Eduardo que ella tanto ansiaba, estaba en su mesa de luz: “Mi querida vizcachita…”, comenzaba el texto.

 A fines de 2018, cuando Analía se dirigía a una fiesta de fin de año con sus amigos recibió un llamado de su abogado. Desde la cárcel, su padre había optado por escribirle nuevamente, pero esta vez la nota que le enviaba era una notificación judicial para declararla indigna y así privarla de cobrar la herencia de su madre fallecida en 2015. Uno de los argumentos de Eduardo era que su hija había sido detectada por grupos activistas en la Facultad de Psicología, carrera que Analía estudió en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Ese pedido también lo firmaron sus dos hermanas menores, María de los Ángeles y Alejandra,integrantes de la Policía Federal, a la que ingresaron cuando terminaron sus estudios secundarios, a fines de los ‘90 y principios del 2000, con su padre aún en libertad.

En aquel momento a Analía le invadió la angustia y la bronca. Posteriormente, se decidió a responder el día del cumpleaños de su papá, el 22 de febrero, con una carta que tituló: “Infeliz cumple, padre genocida”. En aquellas líneas manifestó: “No soy, según tus criterios, una digna hija tuya. Tal vez en este punto podamos ponernos de acuerdo: no me considero digna de un padre genocida”.

Analía desobedecía, dejaba de cumplir con el mandato de aquel cuento que tantas veces escuchó de pequeña. Otra vez el monopatín del conejo fue muy fuerte y el compañerismo, que padre e hija habían tenido durante tanto tiempo, se rompió por completo.

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Hoy, con 40 años, Analía revisa uno de los álbumes de fotos familiares que guarda y en varias de esas imágenes aparece su papá, un hombre no muy alto, robusto y de piel blanca, que luce un voluminoso bigote. Esta última es la característica física que ella más recuerda de él. Pero no es la única que lo rememora así. “Era morocho de tez blanca, de baja estatura, con bigotes espesos”, lo describió Delia Barrera y Ferrando, quien fuera secuestrada el 5 de agosto de 1977 y liberada el 4 de noviembre del año siguiente.

Cuando actuaba bajo su alias, Eduardo Kalinec también era cruel. “Él le confesó a mi esposo Luis que lo apodaban Doctor K porque en aquella época existía un jabón para ropa llamado Dr. K que ‘limpiaba’”, explica Analía, mientras con sus dedos dibuja comillas en el aire. Aquel apelativo para Eduardo Emilio ya lo habían imaginado muchos años antes sus padres, Eduardo José y Elsa Ramos, quienes se lamentaron cuando su hijo eligió ser policía porque anhelaban que estudiara Medicina. Aún no sabían que el mote de doctor llegaría, aunque no de la manera que lo hubieran imaginado.

                         
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Mientras se desempeñaba como represor, Eduardo Kalinec pasaba mucho tiempo fuera de su hogar y, durante su ausencia, era su mujer quien cuidaba y ponía límites a sus hijas. Pese a eso, cuando el único hombre de la familia regresaba, las condiciones cambiaban. Él era quien trabajaba y decidía sobre la economía de la familia. Además de ser querido, era muy temido. Ninguna de las mujeres lo cuestionaban ni enfrentaban. Mucho menos, Ángela: “Creo que ella no podía no saber qué hacía mi padre, pero quizá tenía miedo de lo que podía ser capaz. Siempre eligió callarse la boca y acompañarlo”, admite Analía con un gesto de resignación. Su madre falleció el 9 de septiembre de 2015 luego de lidiar con un linfoma de Hodgkin que le había sido diagnosticado en 1990. Durante esa etapa, la relación entre ambas pasó por momentos de distanciamiento, enojo y reproche, pero finalmente las mujeres de la familia llegaron a un acuerdo, y Analía se turnó con sus hermanas para cuidar a su madre en el hospital el último tiempo. Eso Ángela nunca se lo contó a su marido.

–A mi mamá intento pensarla con relación a las posibilidades que ella hubiera tenido de hacer algo distinto. Lo conoció a mi papá cuando tenía 15 años, a los 18 se casó y a los 24 ya tenían cuatro hijas. Nunca salió de esa lógica de criar niñas, cocinar y lavar platos. No es que la justifico, pero trato de entender qué herramientas tenía como para poder haber hecho algo diferente —reflexiona Analía.

En la actualidad no tiene relación con ninguna de sus tres hermanas y sostiene que todas poseen opiniones diferentes sobre su figura paterna. Según Analía, Claudia, la más grande, considera que Eduardo actúo mal, pero que enfrente había un enemigo en igualdad de condiciones. María de Los Ángeles,un año menor que Analía, niega absolutamente todo lo que hizo su padre y Alejandra, la más chica, apoya los actos cometidos por él. Las cuatro hijas del matrimonio nacieron entre 1977 y 1982, en plena dictadura.


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–Al principio pensé que se habían equivocado. No existía la posibilidad de sospechar de mi papá. Incluso a medida que pasaba el tiempo, y la verdad se hacía más evidente empezaba a sentir culpa por dudar de él, por más que había una realidad que se imponía– dice Analía.

Ella creció sin entender qué era la dictadura. Su recorrido escolar lo hizo en escuelas católicas y jamás le contaron sobre ese proceso. En su casa, mucho menos. No la mencionaban ni siquiera para justificarla y el círculo social con el que ella se relacionaba estaba compuesto por sus familiares, en especial sus hermanas y primos.

Pero el velo empezó a correrse de sus ojos a través de la educación pública. Además de haber estudiado psicología en la UBA, ahora cursa primer año de Derecho y también es docente de apoyo pedagógico. Trabaja en la Escuela Primaria Común N°16 Dr. Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo y en la Escuela Nº 8 Reino de Tailandia. Con frecuencia la convocan de distintas instituciones para dar charlas y asegura que los más chicos son los que le plantean las cuestiones más punzantes:

–¿Pero vos no lo extrañás a tu papá?– cuenta que le han preguntado.

Llevar ese apellido también le ha causado vergüenza. Cuando en las clases de Psicología tomaban asistencia, temía que alguien reconociera que era hija del Doctor K. Sin embargo, le tocó vivir una situación así cuando trabajaba en la Escuela República Oriental del Uruguay N°15, en Avenida Carabobo 253. “La secretaria de la institución se acercó y me preguntó directamente si yo tenía algún vínculo con Eduardo Kalinec, porque su hermano desaparecido había estado en uno de los centros del circuito ABO y su familia era una de las querellantes en la causa. Cuando le dije charlamos un montón y después entablamos una buena relación. Pero sentí que me tenía que justificar continuamente”, recuerda Analía.

El 10 de mayo de 2017 una multitud se concentró en la Plaza de Mayo y distintos puntos del país para repudiar el fallo de la Corte Suprema que beneficiaba con la Ley 24.390, popularmente conocida como 2×1, a los represores detenidos. Entre las miles de personas estuvo Analía, quien fue acompañada por Liliana Furió, hija de otro represor, quien la había contactado hacía poco luego de leer una entrevista publicada en el libro “Hijos de los 70: Historias de la generación que heredó la tragedia argentina”, de las periodistas Carolina Arenes y Astrid Pikielny. Aquel encuentro entre Analía y Liliana fue la semilla que engendró lo que se conoce como Historias Desobedientes, un movimiento que agrupa a familiares de genocidas que defienden los derechos humanos.


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Pese a todos los delitos perpetrados por su padre y su deseo de que pague por lo que hizo, Analía se esperanza con que alguna vez reaparezca Eduardo, su papá, al que se lo tragó el represor. El que le narraba el cuento de «Colita de Algodón», y del que, un par de años después, descubrió otra faceta: la de un individuo aterrador. Sus sentimientos hacia él son variados: “Me sentí engañada por esa imagen que construyó de padre intachable, buen hombre”, reconoce.

La historia del conejo no sólo la escuchó ella, sino también fue relatada por Eduardo a sus nietos, entre ellos Gino, el hijo más grande de Analía que ahora tiene 15 años y conoció a su abuelo antes de que estuviera en prisión. Bruno, su segundo hijo, nació en 2008. Ambos saben que su abuelo está detenido por cometer crímenes de lesa humanidad y que quiere declarar indigna a su madre.

Analía afirma que mantiene conversaciones imaginarias con él, que luego se transforman en cartas en las que le pide que confiese todo lo que sabe sobre la dictadura, y que colabore con los familiares de las víctimas para que puedan recomponer sus historias. Cree que si eso ocurriera, tal vez habría una chance de volver a enmendar el vínculo a pesar de que ahora se haya transformado en su enemiga. “Al querer desheredarme usa la lógica de que como yo pienso diferente, entonces hay que eliminarme”, analiza.

Aunque su ilusión está latente, parece difícil que se concrete. La última vez que vio a su padre fue en 2015 en el entierro de Ángela, pero ni siquiera hablaron. Hasta 2008, cuando la causa fue elevada a juicio oral y se disiparon las dudas, lo visitaba junto a sus hermanas e hijos todos los domingos. Pero en esos encuentros no se hablaba del motivo por el que estaba preso. Ese año Analía fue a verlo por última vez. Allí tuvieron una breve conversación.

Eduardo estaba angustiado y esperaba que sus hijas lo contuvieran.

–Imaginate que vos sabés que van a poner una bomba, ¿no harías cualquier cosa para tratar de impedirlo?– intentaba explicarle a Analía.

–Vos querés justificar lo que hiciste– le reprochó ella y esa frase terminó de enfurecer a su padre.

–No entendés nada– le contestó–, no fueron 30 mil desaparecidos. Ni siquiera 7 mil.

Luego, antes de que su hija se fuera, el Doctor K le preguntó:

–¿Vos pensás que soy un monstruo?

–Como papá, no– le aseguró ella y abrazó a ese hombre débil y tembloroso que quizá por primera vez se sentía vulnerable.

Al día siguiente, Eduardo llamó por teléfono a su hija para formularle una pregunta final. Esas fueron las últimas palabras que Analía escuchó de su boca.

–¿Vos me querés?