Martín Guzmán, ministro clave en la actual coyuntura, proviene del equipo de investigación de Joseph Stiglitz, un académico estadounidense prestigioso -obtuvo la máxima distinción que se otorga a los economistas- que discute con sus pares. Junto a otros, Piketty incluido, Stiglitz forma parte de las voces que hacen un balance demoledor de los últimos 40 años del mundo. Dicen que el paradigma neoliberal es el principal responsable del aumento de la desigualdad, la inestabilidad macroeconómica, el resquebrajamiento de las democracias y el desorden  internacional, y que el ascenso de una derecha popular (Trump, Brexit, etc.) sólo aporta más confusión. El Instituto Roosevelt, dedicado a reflotar las ideas del expresidente del famoso New Deal y que Stiglitz integra, sostiene que ha nacido un paradigma alternativo al neoliberalismo, y lo llama neoprogresismo. Hace unos días, este Instituto publicó un documento conceptual al respecto que conviene leer para entender el universo de ideas que rodea a Guzmán y, tal vez, directa o indirectamente, a buena parte de nuestro gobierno.  

Una de las ideas centrales del neoprogresismo es el ataque a la desigualdad a través de más impuestos a los muy ricos para compensar las transferencias desde abajo hacia arriba que producen los mercados. Esta idea ya está instalada en los Estados Unidos, y en la presente campaña electoral por la Presidencia, la mayoría de los candidatos del Partido Demócrata la incorporó. Además, los CEOs de las principales empresas estadounidenses firmaron una carta abierta defendiendo la responsabilidad social, y Bill Gates y otros ultramillonarios la apoyan. El neoprogresismo estadounidense postula otras tres consignas: promover más mecanismos antimonopólicos, fortalecer a los sindicatos y defender la inclusión de las mujeres y las minorías étnicas.

Los neoprogresistas se reconocen sitiados por dos corrientes ideológicas que obturan su crecimiento. Por un lado, el trumpismo y otros nacionalismos, que les hablan a los trabajadores y son contundentes en sus críticas al neoliberalismo, pero que postulan ideas incongruentes con el ideal progresista del pueblo multiétnico y sexualmente diverso (antiinmigración, conservadurismo pro-familia, etc.). Y del otro, lo que llaman “neoliberalismo light”, que serían aquellos que reconocen los problemas pero proponen un retorno a una “normalidad clintonista” que ya no existe. En cambio, los neoprogresistas irían más a fondo en políticas transformadoras para estructurar a los mercados, garantizar la provisión de bienes y servicios, lograr metas económicas colectivas, y democratizar la política.

Sin dudas, la agenda de los neoprogresistas es ambiciosa. En Estados Unidos o Europa no es nada fácil lograr un consenso para aumentar los impuestos a los muy ricos -por más que Bill Gates apoye, hay miles de millonarios invisibles que seguramente no- , revitalizar a los sindicatos y los salarios -que perdieron un 20% real- , controlar a las grandes empresas o acelerar la inclusión. Aunque la agenda neoprogresista avance en el Partido Demócrata, luce más probable que lo haga en forma parcial y que termine en manos de lo que Stiglitz y otros llaman “neoliberales light”. Y pensada como modelo para  América latina, tiene un problema aún mayor. Por más que los neoprogresistas de hoy sean más osados que los progresistas de ayer, el mecanismo sigue siendo el mismo: ponerle un límite político a un mercado avasallante, que sabe cómo crear y acumular riqueza pero no repartirla. De hecho, sostienen que el New Deal progresista de Roosevelt fue una compensación al colapso del liberalismo de 1920; hoy, neoprogresismo sería compensación del neoliberalismo.

En la Argentina y América latina ya tuvimos nuestra propia crítica del neoliberalismo noventista, y hoy no tenemos mercados supercompetitivos y efervescentes a los cuales frenar. Nuestro sistema financiero es exiguo, y nuestros muy ricos tienen un pie adentro y otro afuera. Todos los mecanismos compensatorios (sindicatos, regulaciones, inclusión de la diversidad) los conocemos bien: de hecho, somos pioneros. Nuestro dilema no es sólo reducir la desigualdad, sino crear una sociedad económica pujante, además de participativa. El emergente paradigma neoprogresista, que se discutirá en este año de elecciones para la Casa Blanca, nos pone a pensar. Pero no parece tener todas las respuestas para los graves problemas argentinos. «