«No digas eso que ahora las chicas se enojan» es una frase que escuchamos todo el tiempo en los medios. Los varones alardean de pedir permiso para elogiar un escote y ríen en cámara o al micrófono festejando su travesura entre cómplices. «Ahora» nos enojamos, como si un día todas nos hubiéramos despertado de golpe por un ruido. Será que es demasiado ruido: las mujeres no llegamos a representar un tercio de les trabajadores en los medios comunicación. Y ese número duro no llega a expresar la inequidad. No se trata sólo de que seamos menos en cantidad, sino de los roles que se pretende que asumamos.

Las mujeres al aire o en papel nos ocupamos de temas amables como los espectáculos (donde se espera que hablemos de chismes, porque somos chismosas), el clima (porque damos bien en cámara junto al mapa en la tele), las tendencias de la moda o las redes sociales (sin opinar demasiado cuando estas tratan temas políticos porque para eso están los varones) y algún otro que no requiera demasiada reflexión. Pero nuestro lugar natural es fuera del aire. Somos buenísimas en maquillaje y vestuario. Las cámaras y micrófonos son casi exclusivamente de los varones porque son máquinas y ellos entienden de eso. Como somos muy ordenadas, la producción es ideal para nosotras. Claro que hay excepciones, pero no vamos a detenernos ahí porque sería una trampa.

Cada semana hay ejemplos de violencia mediática que no llegamos a desgranar porque aparece otro enseguida. En algunos casos son gravísimos, como cuando se cubre un femicidio y sólo vemos la cara de la víctima o escuchamos su nombre asociado con alguna conducta cuestionable, pero pocas veces el contenido de la información o la imagen se detienen en el agresor. Otros casos no parecen tan tremendos, pero lo son. Sin ir más lejos, en las últimas semanas hemos visto a Jorge Lanata riéndose al sugerir que una funcionaria inmersa en la pandemia había cambiado su look, oímos a Baby Etchecopar llamar «cáncer» a la expresidenta de la Nación y vimos cómo vapuleó después a la defensora del Público; también cómo Canal 13 borró de su publicidad a las conductoras de sus noticieros y hasta hace unos días, cómo una revista destacó en tapa el sobrepeso de una adolescente.

Los medios de comunicación producen y reproducen cultura. Y las empresas son hábiles: tienen una línea discursiva que parece estar a la vanguardia, firman acuerdos con organismos internacionales que protegen los derechos de las mujeres –pero que en la práctica no tienen incidencia– o promueven una editora de género (celebramos la perspectiva, pero muchas veces resulta una carga de trabajo y responsabilidad para una sola trabajadora que no puede con todos los contenidos de un medio que informa todo el día, todos los días de la semana). Lo que se emite, entonces, no es más que un reflejo de lo que sucede hacia adentro de los medios.

Lo cierto es que las mujeres no tenemos el mismo lugar que los varones en las empresas (hay casos en los que esto es literal: en algunos canales hay vestuario para ellos, pero no para nosotras, por ejemplo). El salario no es el mismo, ni tampoco la jerarquía. Hay un término despreciable y afianzado –principalmente en prensa escrita– que es el de «colaborador» (con su variante feminizada o su traducción canchera: freelance) y no es casualidad que el porcentaje de mujeres en esa categoría supere por mucho el 30% de las que estamos en relación de dependencia: la pérdida de más de 4500 puestos de trabajo de prensa que tuvo lugar en el gobierno macrista, sumada a las desigualdades hasta acá descriptas, más las tareas de cuidado con las que cargamos las mujeres, empujan al trabajo remoto. Es difícil pensar –ahora que conocemos el teletrabajo gracias al coronavirus– que tener criaturas reclamando atención, mientras estamos en una videollamada con un ojo en la olla para que la comida no se queme sea una opción personal. Acumular «colaboraciones» para juntar unos pesos parece más bien la única opción.

Más allá de observatorios, defensorías, repudios y denuncias, lo que hace falta para terminar con el contenido machista en los medios es la organización. Esa misma que mostramos en las calles cada 8 de Marzo, cada vez que gritamos «Ni una menos», cada vez que marchamos por el aborto legal, seguro y gratuito. En el ámbito laboral, para defender y conquistar derechos como trabajadoras, la organización sindical es indispensable y construir también ahí espacios de representación.

Y ahora que sí nos ven en las calles, que se vean también en los medios las travas, las trans, las negras, las indias, las pobres: las invisibles que no aparecen en las pantallas, que no tienen voz en las radios, que no tienen palabra impresa. Para que los contenidos no sean violentos, necesitamos leyes que regulen el trabajo en los medios, que no descansen en la paridad numérica, que promuevan el cupo laboral travesti-trans desde la formación, que acuerden protocolos para situaciones de violencia por motivos de género, capacitaciones permanentes y licencias especiales por tareas de cuidado. Porque la libertad de expresión y la pluralidad de voces se garantizan también con la equidad y la equidad no se da sin organización. «

* Delegada en Radio Nacional e integrante de la Secretaría de Mujeres y Géneros del Sindicato de Prensa de Buenos Aires