Desde que inició el año -electoral- los noticieros mainstream sólo transmiten casos policiales. Lógico: sin nada bueno para mostrar, el gobierno inició su campaña a pura demagogia punitiva.

Cara visible de esa estrategia, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, desplegó la clásica artillería de la mano dura: más poder de fuego a la policía, xenofobia y criminalización de la vulnerabilidad adolescente.

El programa “balas por votos” se inició en diciembre con la promulgación del denominado “Protocolo Chocobar”, que convalida el uso policial de armas de fuego en circunstancias compatibles con hechos de gatillo fácil. En el mismo sendero, hace una semana se anunció el Plan Restituir, mediante el cual se le devuelve chapa y pistola a efectivos exonerados por episodios de violencia institucional. Ambas medidas fueron justificadas con el viejo canto de sirena que agrada a las audiencias atemorizadas: “Hay que desatarle las manos a la policía para que pueda combatir al delito”.

No pareciera, sin embargo, que las antiguas reglas intimidaran a los uniformados. El mismo miércoles que se restituyó a los efectivos exonerados, la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) presentó su informe anual: en 2018, 297 personas personas fueron asesinadas por agentes estatales. Un muerto cada 22 horas. El lapso promedio más reducido desde el regreso de la democracia. Macri lo hizo.

¿Qué ocurrirá ahora que los efectivos se consideran “desatados”?

Hasta en el propio oficialismo se estremecieron de solo pensarlo. Tanto que la gobernadora María Eugenia Vidal avisó que la Bonaerense no adherirá al Protocolo Chocobar. Más que un prurito ideológico, fue cálculo electoral: la historia está plagada de gobernadores bonaerenses cuyas aspiraciones presidenciales quedaron en la banquina por las fechorías de “La Maldita”.

Los datos demuestran que más gatillo fácil no disminuye la “inseguridad”. Del mismo modo, las cifras oficiales también desmienten la “necesidad” de bajar la edad de imputabilidad de 16 a 15 años como recurso para contener el delito. Según los registros judiciales, en el último año se registró un sólo caso de homicidio con un menor involucrado.

En la tele, sin embargo, casi no se habla de otra cosa. Y el gobierno aspira a inseminar el mismo humo en el Congreso, a través de un proyecto de Régimen Penal Juvenil. Un tema serio y espinoso para la democracia argentina -tanto que aún rige una norma de la dictadura-, frivolizado como insumo de campaña electoral.

Así estamos.

Algo similar ocurre con la estigmatización de los extranjeros. Datos del ministerio de Justicia aseguran que apenas el 20% de los delitos son cometidos por inmigrantes. Y en la mayoría de los casos, se trata de episodios vinculados con drogas, hechos cuya punibilidad sí sería útil poner en discusión.

No parece que tal cosa fuera a ocurrir pronto. La “guerra contra el narcotráfico”, que ha sido un cruento y estrepitoso fracaso en países como México, constituye un mantra que Cambiemos se propone reciclar en la campaña por venir. Se entiende: el Gobierno cree que la mano dura deja en off side a sus oponentes progresistas. En especial al kirchnerismo, a cuyo gobierno se lo tildó de “garantista” a modo de crítica. Como si velar por el respeto a las garantías legales y los derechos humanos -también de quienes delinquen- no fuera, precisamente, una obligación de los estados.

La oposición, de todos modos, está frente a un desafío delicado: la demagogia punitiva tiene buena prensa. Y las políticas de mano dura ofrecen la quimera de una solución instantánea que conecta con la necesidad de las mayorías populares, las más expuestas al delito violento. La oposición debe decidir entre subirse a la demagogia punitiva, como propone el senador Miguel Pichetto, o proponer políticas alternativas que contemplen derechos de víctimas y victimarios a la vez. 

Quizá la opción «garantista» tenga costo en votos. Pero la agenda que promueve el oficialismo cuesta vidas. Es política criminal, en sentido literal. Avalarla, aunque sea por cálculo electoralista, implicará ser cómplice de una atrocidad.