La Confitería del Molino ya no es lo que era. Desde hace algunas semanas, sin las telas harapientas que escondían su opulento rostro, el edificio perdió su aspecto fantasmal. El viernes, con más de 30 grados y aún sin tormenta, los restauradores trabajaron a contrarreloj pero con la frialdad de un cirujano. En menos de 24 horas, antes de que comenzara La Noche de los Museos, su tarea debía estar finiquitada. Por una velada, reabre sus puertas la majestuosa confitería de Rivadavia y Callao. O mejor dicho, lo que queda de ella.

Adentro no había mozos ni aroma de café con leche, ni masas finas en las vitrinas. El fastuoso gran salón de la planta baja por donde desfiló la crema y nata porteña lucía el viernes un vacío ejemplar. El paso del tiempo y la falta de mantenimiento tras 21 años de abandono dejaron al gigante medio grogui. De a poco, parece, intenta ponerse de pie.

Después de la expropiación de 2014, una comisión administradora bicameral, con apoyo del Ministerio del Interior y la Ciudad, puso manos a la obra: «En 70 días se realizaron trabajos de seguridad, limpieza y sobre todo la catalogación del patrimonio. Hay equipos restaurando los vitraux, la cúpula y los pisos. Estaba todo muy deteriorado. Va a llevar tiempo recuperarlo, esto no es lijar y darle una manito de pintura. Pero hay que hacerlo, el Molino forma parte de nuestro patrimonio histórico y cultural», dice Ricardo Angelucci, secretario administrativo del ente. No se equivoca. La creación del arquitecto Francesco Gianotti es la obra máxima del art nouveau porteño, y su historia es fascinante.

La confitería heredó su nombre de una panadería con molino harinero que se alzaba en Rivadavia y Rodríguez Peña. Propiedad de un prusiano, fue demolido en la década de 1880, cuando se diseñó la Plaza del Congreso. El local se mudó luego a la esquina de Callao, donde ganó fama con un nuevo dueño, el italiano Gaetano Brena. Para comienzos del siglo XX y con el Palacio Legislativo en plena edificación, Brena pensó en expandirse, y en un encuentro de la colectividad conoció al joven Gianotti, que estaba terminando la Galería Güemes y era la estrella rutilante de la arquitectura local. Le confió su sueño: hacer la más espectacular confitería jamás vista. Cuentan que Gianotti dibujó el quijotesco molino en un mantel. Seducido por los bocetos, Brena contrató a su paisano pero le puso dos condiciones: que la obra no implicara cerrar la confitería ni un solo día, y que estuviera lista para el Centenario de la Independencia. El arquitecto cumplió en tiempo y forma.

El edificio de casi 7000 metros cuadrados tiene cinco pisos y tres subsuelos. El salón principal fue testigo de la vida social y política argentina. Alfredo Palacios, Evita, Gardel, Libertad Lamarque, Leopoldo Lugones y Roberto Artl fueron parroquianos. En una de las vitrinas que queda en pie pueden apreciarse piezas de la finísima vajilla, una caja intacta del inmortal panettone y hasta una carta con la oferta para el brunch. La medida de fernet a sólo $ 4,50, una ganga. 

«Recuperar el edificio no implica sólo un trabajo desde lo arquitectónico sino reconstruir una memoria integral. No queremos rescatar sólo el Molino de la belle époque, sino también el de la lucha de Norma Plá, acá en la esquina», explica Mónica Capano, asesora de la comisión.

Los anónimos laburantes del Molino, dejados a la deriva por los exdueños, merecen un capítulo en estas memorias. Hace algunos días, don Antonio Sanchíz Cañadén, maestro pastelero de 91 años, volvió a la abatida cocina donde se ganó la vida durante décadas. Se le iluminaron los ojos al recordar los huevos de chocolate que decoraba para Pascua. Trabajaba codo a codo con un colega ucraniano en las entrañas del primer subsuelo del monstruo: un espacio claustrofóbico, pegado al horno siempre tórrido, sólo ventilado por la dignidad de los obreros. Además de un magnífico monumento, el Molino también es un documento de la barbarie. «