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(Foto: Télam)

Mauricio Macri nos habla. Después de su largo y placentero viaje por países más libres que el nuestro, como el mismo afirmó, vuelve al país que gobernó hasta hace menos de un año: no respeta los 14 días de cuarentena, en sintonía con la rebeldía que tantos adultos acomodados reproducen diariamente creyéndose rebeldes solo en su desafío al Estado, en el altar de su deseo privado y su desprecio por el resto de la sociedad.

Macri nos habla por medio de una carta, a días del final de una crisis con sectores de la policía bonaerense que produjeron algunos hechos gravísimos, como la guardia armada amenazante en la residencia del gobernador y el despliegue de patrulleros y armas en frente de la residencia de Olivos. Macri, en una crisis que a algunos más entrados en años nos hizo acordar en algunas cosas a la Semana Santa de 1987 de Alfonsín, no le dedicó una palabra a expresar alguna solidaridad al presidente.

Macri muy lejos estuvo de ser el Antonio Cafiero de Alfonsín, que estuvo al lado de él frente a la rebelión carapintada al comienzo de nuestra etapa democrática.

Las palabras de Macri tienen dos lecturas posibles y necesarias.

La primera es de cabotaje: la interna de Juntos por el Cambio, la construcción del próximo escenario electoral, el fortalecimiento y debilitamiento de distintas referencias, la elección de distritos donde competirá cada uno. Estamos en un escenario demasiado dinámico. A unos meses de asumir un gobierno y tener que capear una emergencia mundial inesperada, estamos a unas decenas de semanas en donde, cuando estemos saliendo de la pandemia y viendo como recuperar la economía, casi toda la actividad política va a estar reordenada por las elecciones de medio término de las que estamos a sólo un año.

Sus palabras están construidas en la misma matriz del relato de campaña usado durante los dos meses que hubo entre la catástrofe electoral de Juntos x el Cambio del 11 de agosto del año pasado y la remontada de octubre, donde el derrumbe se transformó en derrota digna.

Macri busca consolidarse como líder absoluto de su núcleo duro, dejando cualquier moderación y tratando de ser el referente de una derecha dura, que le ha tomado el gusto a las calles.

Macri compite con un Larreta que ha crecido y se ha nacionalizado al calor de la pandemia, cultivando un perfil de responsable y moderado en esa mesa de tres que ocupó estos meses con el presidente y el gobernador de la Provincia de Buenos Aires y que seguramente pasará a ser parte del registro de las imágenes importantes de nuestras cuatro décadas de democracia.

Macri seguramente conserva hoy el caudal electoral mayor de entre todos los que van emergiendo. Macri conserva capacidad de convocatoria y de daño pero al mismo tiempo, Macri no tiene más lugar en la política grande argentina.

Macri es la imagen de un fracaso en todas las líneas. Nadie va a cargar innecesariamente con eso en un país donde los fracasos se pagan más caro que en otros. Macri podrá ser diputado, podrá ser presidente del partido, podrá irse a vivir a Europa, podrá complicarse o aliviarse su situación judicial, pero Macri no vuelve a ser presidente y eso define los límites de su accionar en el juego que se dirime en elecciones.

Macri no va a ser la Cristina del 2019 con el «Con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede» que con su 30% de adhesión intensa, inquebrantable y su 40% de imagen positiva pudo ser la que designó al que terminó siendo presidente y garantizando sus votos estando en la fórmula.

Macri está muy lejos de ese destino, será el desafío de otros dirigentes volver a construir una mayoría electoral que hoy parece muy lejana, inclusive contando con todas las ayudas mediáticas, empresarias e internacionales que son siempre insumos más que importantes aunque no necesariamente determinantes, como se demostró hace sólo un año.

El problema de la carta de Macri no está ahí. No está en su decisión de volver al ruedo para no perder espacio en la coalición que el fundó y dirigió y para ver de cerca cómo enfrentar sus causas judiciales.

El problema está en otro lado. La crítica y la denuncia en los discursos opositores siempre han sido fuertes en nuestro país, pero en el marco de la legitimidad y legalidad del gobierno. Acá está la diferencia: Macri marca correctamente como nacimiento de una calle «del pueblo, en defensa de una republica avasallada» a las jornadas del 2008 donde cientos de miles se llegaron a movilizar conducidos por las patronales agropecuarias y la oposición política. Otras calles más masivas como las de los 24 de marzo, movilizaciones de trabajadores o las históricas calles feministas del 2018 desaparecen en esta historización tan sesgada de «calles del pueblo», marchas blancas que al igual que su escrito, no tienen ninguna consigna, ni cántico, ni cartel, ni pulsión que muestre algún respeto por la voluntad mayoritaria.

No ha ocurrido en otro momento de nuestra breve historia de democracia continua que un expresidente diga que el gobierno avasalla la constitución, que utiliza una crisis real para controlar a la población, que avanza contra la libertad de expresión y que está preparando un fraude electoral. No hay salida: en la democracia liberal en la que vivimos, la válvula de escape, la posibilidad de cambio principal está marcada por las elecciones cada dos años. Sin embargo, Macri sugiere que no reconocerá resultados electorales contrarios porque anuncia un futuro fraude del que no presenta denuncia concreta alguna.

Ahí está la novedad: no es novedosa su verba, que tiene asiento en el espíritu y los gritos de las calles blancas y republicanas. Lo novedoso es que la única esperanza a la que apela el expresidente, el hoy referente más importante de la oposición, es precisamente esa calle, no parecería haber más canales institucionales. Constitución avasallada, falta de libertad de expresión, pérdida de libertades y, de yapa, fraude electoral. En este escenario no estaríamos lejos de escuchar alguna apelación al artículo 36 de la Constitución, según el cual una rebelión sería legítima.

La carta de Macri es de un espíritu destituyente puro. Frases banales sin datos concretos para legitimar climas y acciones. A días de los patrulleros y las armas en la puerta de la quinta de Olivos, Macri dice que a nuestra democracia sólo le queda su calle rabiosa y destituyente. No hay opciones, las elecciones no son creíbles.

Nadie piensa ya en un golpe de Estado clásico, eso ya no existe más.  Se trata de debilitar, desgastar, usando el manual de opciones del que nuestra América del Sur ya es una región prolífica y creativa. La destitución de Dilma Roussef, la cárcel de Lula, la expulsión del gobierno y del país de Evo Morales, el exilio forzado de Rafael Correa, es el destino soñado y no dicho hasta ahora, para nuestro gobierno. Sueños, gritos y ahora construcción de su legitimidad en el relato. No se trata de un destino, por demás difícil, por suerte, de lograr sino de un camino que algunos ya empezaron a transitar. No es el discurso golpista del orden frente al desorden de un gobierno civil, como se usó durante el siglo XX para legitimar golpes clásicos. Es el discurso de la democracia y la republica avasallada, llevado como estandarte por un sector medio y alto de nuestra sociedad cuyo modelo no es el estado de bienestar nórdico sino el Brasil de Bolsonaro.

Podemos poner paños fríos e interpretar estas palabras sólo como fuegos artificiales en la disputa por el electorado duro, un intento por limitar el crecimiento de Horacio Rodriguez Larreta, espiado por la “armada brancaleone” de Macri en la AFI. Todo eso también.

Como mínimo deberíamos no banalizar, no ser indulgentes con las palabras por estar dentro del juego posible de la política. Tampoco subestimar el escasísimo y premeditado nivel intelectual de sus palabras, no escritas para discutir modelos de desarrollo alternativos sino para dar alimento a las fieras que no tienen ninguna vocación democrática, nunca la tuvieron y no tendrían dudas en sostener cualquier salida en formato de helicóptero. 

La carta de Macri es alimento para cualquier acción destituyente que se vuelva posible. Si no hay constitución, no hay justicia, no hay libertad de expresión y no hay credibilidad de un escrutinio… no quedan muchas opciones. No pide al gobierno que cambie, no llama a construir una nueva mayoría electoral, no plantea estrategias legislativas, sólo apuesta a su calle rabiosa.

La calle opositora durante el macrismo, calle dura y de denuncia, fue una calle para defender conquistas, fue una calle defensiva, nunca una calle destituyente.  

Sus palabras, la liviandad de respuesta del resto de los dirigentes de la oposición, y el silencio de las cámaras empresarias sentadas con el presidente en el acto del 9 de julio, en sintonía con su silencio frente motín policial armado frente a la residencia presidencial, deben ser motivos de alerta. Alerta democrática.