“Hay que convivir con el virus”. La muletilla viene sonando desde marzo, a veces fatalista, porque no habría más remedio; otras veces malintencionada, para reforzar la tensión entre la lógica sanitaria de las medidas de aislamiento y el comprensible hartazgo de los ciudadanos.

Poco después del último anuncio del presidente, flanqueado por tres gobernadores cuyas provincias rebosan de contagios y ven quebrantarse sus sistemas de salud, en el que dispuso retroceder de fase en todos los departamentos donde la ocupación de camas de terapia intensiva se volvió crítica, aquella frase la pronunció el jefe de gobierno porteño: habló de “seguir aprendiendo a convivir con el virus”, y a continuación enumeró la lista de actividades que integran la nueva tanda de aperturas. En la Ciudad, que efectivamente vio bajar su curva de nuevos casos en las últimas semanas, la incidencia de contagios sigue siendo muy superior a la media nacional (267 por cada 100 mil habitantes, contra 238 en promedio), y la cifra de fallecimientos, que la Provincia de Buenos Aires sinceró dos semanas atrás, sigue siendo opaca en la estadística porteña, que se actualiza por goteo: el viernes pasado, por ejemplo, el reporte del sistema de vigilancia computó una muerte ocurrida el 12 de julio.

La misma frase pronunció el gobernador de Mendoza, Rodolfo Suárez. Dijo que su provincia no tiene por qué volver a las restricciones durante 14 días, como dispuso el Ejecutivo Nacional, porque “los mendocinos están haciendo un esfuerzo enorme para acompañar las aperturas”. El miércoles, dos días antes, Suárez había decidido habilitar reuniones familiares y actividades al aire libre, hasta entonces restringidas según el DNI, el turismo interno y hasta los peloteros. Y pontificó: “Hay que aprender a convivir con el virus”. El mismo día, Mendoza reportó un récord de 13 muertos en un día.

Hace ya un mes, este colectivo de periodistas advirtió en una funesta portada, ilustrada con los rostros de los trabajadores de la salud fallecidos en una lucha desigual, por qué creíamos que se está perdiendo la batalla contra el coronavirus. La pandemia ofrece ahora una inconstante tregua en el AMBA, y se ceba en los sistema de salud provinciales, más endebles. Pero aquel diagnóstico no ha cambiado.

Decíamos que no queríamos naturalizar esas muertes. Ahora son más. La tragedia no cesa. Y hay quienes nos invitan a convivir con el virus, a aprender a hacerlo. Un mes atrás, el biólogo Alberto Kornblihtt alertaba sobre la ceguera de una sociedad que se acostumbra a que todos los días se caiga un avión. El reporte del Ministerio de Salud confirmaba por entonces 250 muertes por Covid-19 cada día. El viernes fueron 515. Dos aviones. ¿Realmente deberíamos aprender a convivir con todo este dolor? ¿O es más sensato procurar, con todas las medidas sanitarias disponibles y las que aún no se hayan aplicado, evitarlo?