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“Vení, galleguito, subí”. Año 1970

-No soy anticomunista.

La frase —poco usual en la televisión de Argentina—fue una de las que pronunció Joan Manuel Serrat a poco de regresar a Sábados Circulares, el programa de Canal 13.

El 13 de febrero no era solo el calor lo que se condensaba en el estudio y Pipo Mancera empezó a transpirar la camisa de volados después que el catalán respondiera su pregunta. La humedad de Buenos Aires, en ese preciso momento, y más allá de ciertos aires pringosos, pasaba por otro lado.

—¿Sos comunista? —insistió el conductor, envalentonado.

—Quiero una revolución —le respondió el cantante.

Mancera entrecerraba los ojos, se tomaba las manos.

—… una revolución que desde lo económico llegue a brindar al hombre una seguridad que le permita acceder a la cultura.

Serrat tomó aire y, poco después, agregó (por si a Mancera todavía no le quedaba claro):

—En ese sentido, soy hombre de izquierda.

El conductor se acomodó el cuello, intranquilo.

—Ese tipo de izquierdismo —farfulló— ya lo podemos encontrar en Monroe y en…

El catalán lo cortó en seco: —No quiero que se dé una interpretación burguesa a lo que entiendo por revolución. Mancera saltó a la anécdota: —Te han visto en la Costa Azul, tomando whisky, y dicen que te estás aburguesando. Serrat, lacónico, le respondió: —No sé cómo pueden hacerse apreciaciones tan superficiales. El diálogo se volvió diáfano cuando una nueva alusión a las razones que determinaron que el gobierno español no rubricara el pasaporte de Serrat, trajo otro imprevisto (Mancera se refería a la protesta que realizó Serrat por el asesinato de los militantes vascos).

—Si querés quedarte en la Argentina, aquí gozás de libertad —le mostró el periodista.

Los ojos de Serrat se iluminaron y de sus labios salió el condicionante:

—Sí, en este preciso momento, en televisión, sí, claro, cómo no.

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(Foto: AFP)


Un periodista le preguntó qué opinaba del peronismo. «Me da la impresión de que se toma como algo casi religioso, místico, y yo creo que razones hay. Durante el gobierno de Perón el pueblo recibió cosas que nunca más volvió a palpar. Por esa razón, que creo fundamental, pienso que los argentinos siguen acordándose de él o pidiendo su regreso. (…) Lo importante no es Perón o el peronismo. Lo importante es el pueblo. Los rótulos no

sirven. Yo dije que la gente siente una especie de adoración por Perón. Entonces, si eso sirve para lograr lo que se pretende, adelante», contestó Serrat.

Le consultó, también, qué opinaba sobre «los procesos de liberación de la mujer» y el cantante fue tajante: «Creo que primero hay que educar a los hombres, ahí parte la falla. Si en las escuelas nos enseñaran a los varones de otra forma, nuestra actitud hacia las mujeres sería otra y en consecuencia ellas cambiarían». —En un sistema socialista no ganarías tanto dinero ni obtendrías la fama que has logrado hasta ahora. ¿Cómo resolverías esa aparente contradicción con tu forma de pensar? —Oye, me da la impresión de que no has comprendido. Yo quiero que esto cambie y si algún día lo puedo ver, pues mejor, a mí no me interesa la fama ni el dinero como tú supones. Fíjate qué ha hecho de mí la popularidad: un tipo triste. —¿Estás conforme con lo que haces? —Según: a veces me alegro, otras no. De todos modos, voy a seguir en lo mío. Claro, hasta que el sistema me deje. Por ahora aprovecho las rendijas y las contradicciones que me otorga. Más adelante, veré. Los periodistas dejaron el hotel y en el mismo pasillo del sexto piso, dos jóvenes esperaban ansiosas por la salida del cantante. —¿No saben si va a salir Serrat?

Los cronistas le contestaron con otra pregunta. —¿Qué es lo más les gusta de Serrat?

—Y…. qué sé yo. A mí me gusta por la manera de cantar, porque es lindo.

Sonia, 21 años, contestó:

—A mí me gusta su forma de pensar, porque él es socialista ¿no?

(«Hablando con Joan Manuel», Así, 7 de abril de 1972)


En uno de estos primeros viajes a Buenos Aires, Serrat fue invitado a cenar a la casa de Mercedes Sosa. Víctor Heredia y Pedro Pablo García Caffi, del Cuarteto Zupay, fueron quienes recibieron, en un par de oportunidades, el pedido de la cantora para que lo invitaran a una reunión en su departamento. Estaban sorprendidos que aún no se conocieran. Se lo comentaron a Serrat, quien les respondió que claro: se puso la fecha. Serrat andaba por Buenos Aires en el auto de Miguel Gila, que por esos días había regresado, junto a su mujer, a España. Era un Torino blanco que estacionó en la puerta de la casa de García Caffi. Unos minutos después llegaron hasta el departamento de Sosa, en Arenales y Bustamante, en Palermo, el primero que se compró —en cómodas cuotas— junto a su pareja, Pocho Mazzitelli.

El ambiente era muy pequeño: solo entraban en el living unas veinte personas. La Negra estaba tan convulsionada con la visita de Serrat que preparó una comilona y también llamó a algunos buenos amigos. Uno de los más prestigiosos fue el pintor Juan Carlos Castagnino. Le habían propuesto que retratara a los participantes: no llegó a dar ni una sola pincelada.

Ni bien llegaron al departamento, Mercedes Sosa, Joan Manuel Serrat, Pedro Pablo García Caffi y su mujer, Silvana, se sentaron en un sillón a conversar. El catalán encendió un cigarrillo y uno de los invitados le disparó una pregunta: qué pensaba del Partido Comunista en Europa.

—El Partido Comunista en Europa está caduco —reconoció, sin disimulo.

Una gran parte de los artistas que frecuentaban la casa de Mercedes Sosa estaban ligados por entonces —o simpatizaban— con el Partido Comunista Argentino.41 La declaración de Serrat molestó mucho a la cantora, quien reaccionó diciendo que «en su casa no iba a permitir escuchar esas declaraciones», y algunas otras palabras de enojo.

Serrat apagó el cigarrillo, se puso de pie y caminó hasta la puerta. De repente, se escuchó un portazo. El hijo de Mercedes Sosa, Fabián Matus, que jugaba en su habitación, se sobresaltó y escuchó cómo el bullicio se apagó de repente. Víctor Heredia y los integrantes del Cuarteto Zupay, entre otros pocos amigos, terminaron en el pequeño departamento del autor de «Todavía cantamos», mientras masticaban una pizza mala, consternados por el fin, subrepticio, de la noche.

Mercedes Sosa y Joan Manuel Serrat, en cambio, no volvieron a dirigirse la palabra.


En 1978, el Consejo Superior del Movimiento Peronista Montonero, con residencia en México, editó un álbum para que fuera difundido en la Argentina. Era un disco pequeño, negro, de plástico y flexible, que por su poco peso era posible de esconder en cualquier revista. En el lado A, se grabaron diez minutos de un análisis de la organización —tan equivocado como triunfalista— que repasaba todo lo ocurrido desde el 24 de marzo de 1976. El comunicado continuaba con las instrucciones para realizar acciones de propaganda durante el Mundial de Fútbol en la Argentina. Se escuchaban, además, unos versos del poeta Juan Gelman. El disco incluía, además, las direcciones y los teléfonos de la organización revolucionaria en el extranjero y, más increíble aún, un organigrama con la cúpula del movimiento guerrillero, con los responsables de cada una de las funciones dentro del movimiento. En el Lado B, después de las «instrucciones», se escuchaba una canción —inédita, que nunca fue grabada formalmente— de Joan Manuel Serrat: era «La Montonera». La idea era que el disco entrara de manera clandestina a la Argentina, unos meses antes del Mundial de Fútbol, para que los militantes enfrentaran el campeonato durante su realización. Los dirigentes consideraban que era posible transformar el sentido de ese acontecimiento y «coparlo» frente a las peripecias de los militares y convertirlo en la resistencia popular. La consigna era clara: «Argentina campeón, Videla al paredón». Eran más de mil: la mayor parte fue a parar a direcciones postales equivocadas y el intento se perdió en la marea triste de esa confusión.

La grabación de «La Montonera», aparentemente, fue tomada de un concierto de Serrat en La Habana, y reproducida en el pequeño disco, sin el consentimiento de su autor que nunca quiso grabarla.


La amistad entre Roberto Fontanarrosa y César Luis Menotti fue a partir del club de sus amores: Rosario Central. Se siguieron viendo con los años, cuando Fontanarrosa viajaba a Buenos Aires con su —inseparable— Citroën verde para cobrar los trabajos que dibujaba para Clarín. —¿Cómo vas a andar con este auto? —lo retaba el Flaco. —Con este me subo y solo… me lleva a mi casa.

Le insistía con que fuera a dirigir a Central.

En 1982, Fontanarrosa y Menotti se encontraron en Barcelona.

Fue después que Argentina perdió uno a cero con Bélgica, en el primer partido del Mundial, en el Camp Nou. Diego Armando Maradona debutaba esa noche. La Guerra de Malvinas, sangrienta, innecesaria, casi llegaba a su fin. En medio del dolor por la derrota —Argentina era el último campeón, en 1978—, el técnico de la Selección llegó, después del partido, junto a otro de sus amigos: Joan Manuel Serrat.

Fontanarrosa y el también dibujante e historietista Cristóbal Reinoso —más conocido como Crist— cayeron después. El bar de Barcelona, el 348, era una pizzería que regentaban un par de jóvenes de Argentina, y que los locales tomaron para acodarse en la barra y llorar después del partido. «Tenía un aspecto un tanto triste, que era muy contrario de lo que realmente era. Su cara reflejaba la tristeza de todos y del país», recordó Serrat cuando se lo presentó el Flaco.

Serrat y Fontanarrosa se saludaron corto, se dieron un apretón de manos y apenas cruzaron unas pocas palabras. «Y a pesar de todo —contó Serrat— viendo las lágrimas viriles que naturalmente empapaban su barba me dije: “Ese negro tiene algo que se hace

querer”».

Fontanarrosa no recordaba en cuál de las pocas casas donde vivió fue que escuchó, por primera vez, en la radio, una canción de Joan Manuel Serrat. Solo recordaba que estaba en su mesa de dibujo, una Dupuy que lo acompañó desde los quince años y que el tema fue «Tu nombre me sabe a hierba», y que paró de dibujar solo para escucharla. Le sonaba muy diferente a todo lo que había oído antes —Lolita Torres, Sarita Montiel o Pedrito Rico—, que esa misma tarde le comentó a un amigo, Fernando:

—Hoy escuché a un español que me pareció buenísimo.

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(Foto: AFP)


El Jefe (año 1984)

En diciembre de 1983, Serrat fue entrevistado por la revista Interviú, en España: «Yo amo a la Argentina porque como dice mi madre, allí comí mucho tiempo. La he amado hasta cuando me apoyaban las itakas en el pecho, cuando tuve amenazas de bombas en el escenario, cuando amenazaban de muerte a los periodistas que recogían en sus diarios mis declaraciones. La he amado, la amo en cada uno de sus habitantes. Hasta en los que no me quieren. Salí a la calle, conocí mucha gente, compartí lo que estaba ocurriendo. Allí tengo amores, desamores y amigos muertos. Una parte de mí mismo está enterrada en la Argentina. Un trocito de mí que mataban cada vez que me mataban un amigo. Un trozo mío por cada desaparecido. Hay que contarles sobre esos días terribles a los muchachos, porque los pueblos que pierden su memoria pierden la llave de su historia. Hay que contarles y recordar a nuestros muertos y entonces sí que no habrá más penas ni olvidos».


—¿Quién es ese hinchapelotas que anda estorbando? ¡Rajalo!

—preguntó Osvaldo Pugliese a uno de sus asistentes, en uno de los ensayos en Madrid, durante su gira de 1988. El muchacho lo miró por un segundo y, poco después, le respondió:

—Maestro, es Joan Manuel Serrat.

—Ah, está bien, igual es un hinchapelotas, pero déjalo.

En las largas sucesiones de conciertos y recitales, clubes, carnavales, ferias, teatros y estadios, la única vez que Joan Manuel Serrat se subió a un escenario vestido con un frac (comprado para la ocasión) fue sobre el escenario del Teatro Albéniz, en Madrid, porque iba a cantar junto a la orquesta de don Osvaldo Pugliese.

Un cronista le preguntó a Pugliese si Serrat era un buen cantor de tangos. «Serrat es una figura internacional de un gran valor, de grandes condiciones artísticas que le permiten desenvolverse con toda naturalidad y expresar el contenido de lo que dice». El catalán le devolvió la pluma, un recuadro más abajo:

—¿Es ésta la primera vez que va a cantar un tango en público?

—No. He tenido ya el enorme placer de cantar en Caño 14 el tango «Sur» acompañado por «Pichuco».

—¿Y esta noche va a cantar el mismo tango u otro distinto?

—No. Voy a cantar otro. Sé unos cuantos aunque no se lo crea.

—¿Y qué opina el público sobre un gallego que se pone a cantar tangos? ¿Qué los canta bien o que los canta mal?

—No, no. No he entrado en esta absurda polémica. Sencillamente me limito a seguir, de alguna manera, los dictados de mi corazón. Como diría Pugliese, sigo lo que el bobo me dice.

—¿Pero de cualquier manera usted cree que un español puede cantar tangos?

—Hombre, Gardel era francés, ¿no?

—Sin embargo, hay quienes afirman que hay que ser argentino y, más aún porteño, para hacerlo bien, como hay que haber nacido andaluz para poder arrancarse por soleares.

—Lo que pasa es que yo no pretendo en ningún momento ponerme en el papel de cantor de tangos. Sino que aspiro a estar junto a alguien, a una persona a la que personalmente quiero, profesionalmente admiro, interpretando un acto de la misma manera que va a ser entendido: que está hecho, sobre todas las cosas, con mucho amor.


Se conocieron a fines de la década del sesenta, en 1967, cuando Atahualpa Yupanqui realizó una gira por España. Una mañana, un buen amigo suyo, uruguayo, que era vendedor de libros, lo convidó a escuchar a un joven.

—Mirá, hay un muchacho que canta en un bolichito, la verdad es que es muy hermoso lo que hace… —le dijo.

El lugar se llamaba J & J, estaba en Madrid. Yupanqui se apoltronó entre el público y Serrat anunció su presencia desde el escenario, ni bien lo reconoció, y cantó una zamba suya. Don Ata se acercó a la salida del concierto, le estiró una espiga de trigo —Serrat nunca supo de dónde la sacó— y, a partir de allí, se vieron a menudo. «Presumo de su cariño y para mí fue un faro, una referencia entrañable», reconoció.

La admiración de Serrat por Yupanqui llegaba de lejos: arrancaba, temprano, en los inicios de su adolescencia. El catalán, de hecho, se refirió al cantautor —en diferentes entrevistas— como una de las columnas vertebrales en la composición y en la cultura relacionada con su formación en la música. «Hace tantos años que sus canciones andan conmigo que tengo la impresión que me acompañan de toda la vida. Antes de viajar por primera vez a la Argentina, incluso antes de saber que iba a viajar a ningún lado con un costal de canciones a cuestas, ya cantaba historias de Yupanqui. Cuando le echaba coplas a la Luna o cuando trataba de enamorar a alguna muchacha que no esperaba menos de uno cuando uno esperaba tanto de ella, me arrancaba a contar historias de payadores

perseguidos transitando caminos que juntan el valle con las estrellas. Con mis primeros discos, antes que Los Beatles, justo después que la Piquer, llegó Yupanqui».


El teléfono del secretario de prensa de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (CTERA), Alejo Demichelis, sonó una mañana.

—Hola, soy Joan Manuel, sé que ustedes están llevando una lucha muy importante en defensa de la educación pública y me gustaría ir a visitarlos.

El dirigente se quedó petrificado.

En la misma Plaza de los Dos Congresos donde Serrat había actuado cinco años antes, los docentes llevaban adelante desde el 2 de abril un ayuno en reclamo de una Ley de Financiamiento Educativo. Eran entre veinte y treinta maestros que se turnaban todos los meses para protestar contra el ajuste, la falta de pago y la ausencia de políticas públicas. Fueron, en total, más de 1.500. El secretario de Prensa de CTERA le contó a Serrat de qué se trataba el reclamo: no se abonaban los salarios en algunas provincias, el gobierno de Carlos Menem llevaba adelante un proyecto para «municipalizar» las escuelas públicas (como era el caso de Chile) y el financiamiento educativo era una tarea pendiente.

Un mediodía de calor, aplastante, en el inicio del verano en Buenos Aires, Serrat bajó de una combi verde, de jean, remera y zapatillas blancas: fue quien acaparó todas las miradas de las más de doscientas personas que estaban en el lugar —rápidamente— ni bien supieron de su presencia. «Tenemos una mezcla de alegría y tristeza al estar junto a ustedes, en defensa de una enseñanza pública que es una defensa del futuro —arrancó el catalán, parado arriba de una tarima que, al mismo tiempo, se improvisó como escenario—.

Ustedes están aquí encerrados hace muchos meses, no solo por la defensa de un sueldo sino también por el futuro de la escuela pública, que es la base de toda sociedad civilizada que se precie de tal. Por eso quiero decirles gracias por su dignidad, por pelear contra el león, por soportar la estupidez, la intolerancia y la incomprensión. Ustedes están luchando por algo que costó muchos años conseguir y que se puede perder en un momento, como fue el nivel que llegó a alcanzar la educación en la Argentina, que fue la envidia de todo el mundo iberoamericano».


Mercedes Sosa se enfermó: una depresión, sin disimulos, la tumbó sobre la cama durante meses y meses en 2005. No quería comer, ni trabajar, ni salir de su casa: bajó, en nueve meses, más de 35 kilos. Los rumores comenzaron a correr. Una mañana en que estaba mejor, poco a poco se recuperaba, sonó el portero:

—¡Fabi! —le gritó la mucama, María.

Fabián Matus, su hijo, fue hasta la cocina, y la empleada, eufórica, le dijo:

—Está don Serrat, abajo, y quiere entrar a ver a la señora Mercedes.

Le abrió el portero.

El cantante conocía la casa de la Negra y qué ascensor tomar para llegar hasta el departamento de Pellegrini y Arroyo. Pero tomó el de servicio y Matus corrió a buscarlo por el principal: cuando llegó estaba sentado en la cocina.

—Mirá, Fabián, me vine porque estoy muy asustado, llego acá y me encuentro con que los amigos me dicen que tienen secuestrada a Mercedes y de acá no me muevo hasta no hablar o verla.

Matus trató de explicar en qué estado estaba la cantante. Se sintió mal: era la primera vez que alguien lo acusaba, de frente y sin rodeos, sobre los rumores que circulaban. Y quien lo encaraba era nada menos que Serrat.

—No quiere ver a nadie, no es con vos, está mejor pero no quiere que la vean así —le explicó.

—Yo te dije que no me voy de acá hasta que la vea —le respondió Serrat.

Fabián fue hasta el cuarto de su madre.

—Mirá, mamá, está el Nano acá en casa.

—¿Qué? ¿El Nano? No, yo no quiero que me vea…

—Mamá, le contaron esto a él… Esto es algo que se viene diciendo hace mucho, no tiene importancia, pero el tipo te quiere ver porque necesita sacarse la duda…

—Bueno, está bien, llamá a María, que venga a ayudarme a vestir y me arregle un poco.

Mercedes Sosa se puso un vestido, se peinó, se pintó los labios con un poco de rouge. «Llevo meses de este modo, pero Fabián me cuida y espero curarme pronto», le dijo la artista. Fabián lo acompañó hasta la puerta:

—Si no me dejábais pasar, pues venía dispuesto a caerte a trompadas.

El último encuentro entre Mercedes Sosa y Joan Manuel Serrat fue cuando se grabó el disco Cantora en 2009. Fue en los estudios ION, donde se preparaban los arreglos de cuerdas: solo faltaba ponerle las voces. Se encontraron una tarde, por más de dos horas, y grabaron diferentes versiones de «Aquellas pequeñas cosas».

En cuarenta años era la primera vez que grababan, juntos, una canción.

Fue también la última.


—¿Cómo está Néstor? —preguntó Serrat.

—Está mejor que vos y yo juntos —le respondió, en tono jocoso, Cristina Fernández de Kirchner.

El encuentro fue en el hall del Gran Rex: la jefa de Estado y el cantante estaban por entrar al teatro cuando se toparon el 13 de septiembre de 2010. En Buenos Aires arrancaba el Congreso Iberoamericano de Educación y Serrat estaba invitado a cantar en la inauguración. «Mi participación será por separado de los ministros y los jefes de Estado, ellos no intervienen en el recital y yo no intervengo en sus discursos», le explicó Serrat a Fernando Bravo en un reportaje por Radio Continental.

Más de tres mil personas lo esperaban en las gradas: decenas de funcionarios, organizaciones y docentes, y autoridades de toda la región estaban entre el público. Serrat cantó más de una docena de temas —«Penélope», «Para la libertad», «Muñeca rusa»— y también canciones de Hijo de la luz y de la sombra, su más reciente trabajo, con Miralles al piano. «Un cariñoso saludo, en especial a todos aquellos que desde su posición han de trabajar, desarrollar las ideas y proporcionar los medios para que este sueño, estas metas educativas, sean una realidad y podamos tener una Iberoamérica más y mejor educada, para así tener también unos hombres más libres y unas sociedades más competentes y cohesionadas», dijo, y arrancó con «Cantares», la misma canción (y el mismo teatro) que marcó su regreso a la Argentina después de nueve años en aquel invierno de 1983.



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(Foto: AFP)


Serrat ya no paraba en el Alvear Palace Hotel, ahora era en Puerto Madero o Recoleta, visitaba una muestra de María Verónica Ramírez para niños en el CCK, grababa una versión deliciosa de «Razón de vivir» por los cincuenta años de carrera de Víctor Heredia y casi, al mismo tiempo, era acusado de fascista por no apoyar la independencia y el referéndum en Cataluña. Era el Serrat 2017, que en uno de los conciertos en Buenos Aires, dedicaba «Algo personal» a la Tragedia de Once y hacía una referencia al ex ministro Julio de Vido y, sin embargo, una buena parte del público, sobre las gradas, le reclamaba que pidiera por la «Aparición de Santiago Maldonado».

Las declaraciones que evitó pronunciar sobre la desaparición del joven durante los quince días que estuvo de viaje por la Argentina llegaron, finalmente, recién un mes después, cuando ya estaba de regreso en Barcelona, y en Buenos Aires se publicó la tapa de La Garganta Poderosa donde el cantante llevaba puesta una camiseta de Argentina y el rostro, indiscutido, de Maldonado estampado sobre el celeste y blanco.

«Creí que nunca se repetiría una desaparición como esta y que, en caso de que ocurriera, los ciudadanos serían protegidos y los responsables no gozarían de impunidad —dijo en el reportaje a Alejandra Díaz y Gabriel Chávez—. Pero la democracia no nos exime de que pueda haber desaparecidos; no nos da certezas, más allá de la capacidad de ejercer un voto en épocas determinadas (…). La democracia tampoco nos asegura que se salvaguarden las necesidades mínimas de los individuos: como el acceso a la canasta básica, a la escuela o a la salud pública. No obstante, dentro de este sistema político existen posibilidades que quizás ayuden más que otras. Que quede claro: la desaparición de un ser humano es inaceptable, porque cada vida es única y propia y nadie tiene el derecho a limitarla; mucho menos de arrebatársela a una persona».