Hacía tiempo que la muerte adolescente no aparecía con fuerza en la agenda, hasta que una patota de rugbiers mató a patadas a Fernando Báez Sosa y la devolvió a la discusión pública. Un puñado de datos de la estadística reciente merecen especial atención: siete de cada diez muertes de varones adolescentes (69,1%) de entre 15 y 19 años ocurren por «causas externas», es decir, por accidentes, suicidios u homicidios. El factor de género parece crucial en el marco de estas muertes violentas, que en el caso de las mujeres de esa franja etaria alcanza sólo al 48%, siendo el resto decesos por enfermedades, afecciones maternas y perinatales. La violencia se ceba, entonces, en los varones adolescentes, que aportan a esa cruda estadística cinco víctimas por cada mujer adolescente. Para los especialistas, el fenómeno está íntimamente vinculado con una exacerbación de la masculinidad, que hace eclosión a esa edad y que, generando episodios de violencia intrageneracional, no sólo los computa en la lista de las jóvenes víctimas sino también, como en el crimen de Villa Gesell, en el rol de victimarios.

De los 206 adolescentes que murieron por agresiones en 2017 (último año con cifras relevadas), 172 fueron varones y 34 mujeres, según se desprende de un informe hecho por Unicef con datos aportados por la Dirección de Estadísticas e Información de Salud (DEIS) y del Programa Nacional de Salud Integral en la Adolescencia, del Ministerio de Salud de la Nación.

El trabajo detalla que en 2017 fallecieron en la Argentina, sin distinción de causas, 3294 adolescentes, entre ellos 2186 varones (66,4%) y 1102 mujeres (33,5%), y destaca que, naturalmente, las muertes «crecen en forma progresiva con la edad y más en varones que en mujeres». Sin embargo, agrega el análisis de Unicef, «si se analizan las tasas de mortalidad según sexo la diferencia es imperceptible hasta los 13 años. A partir de allí se observa un riesgo más alto para varones en todas las edades, pero con un fuerte incremento de la brecha a partir de los 15 años». Y subraya que «estas desigualdades entre varones y mujeres ponen de manifiesto la sobremortalidad masculina de la adolescencia».

En efecto, la diferencia en la tasa de muerte según género a esa edad empieza a ser pronunciada. Y las conductas violentas, particularmente las ejercidas contra otros, acentúan la «masculinidad» de la estadística. En los casos de suicidios (464 casos en 2017 de un total de 1884 muertes adolescentes por causas externas, evitables), los decesos de varones duplican a los de mujeres. En las muertes por accidentes (851, 542 de ellas viales), los triplican. En las 206 muertes por agresiones, como se explicitó más arriba, los quintuplican.

Mueren por agresiones y, como ocurrió en Gesell, matan, al cabo de «peleas», cada vez más de varios contra uno, donde la patada en la cabeza del caído se ha vuelto un lugar común, y que obligan a repensar, entre otras variables –más allá de las inherentes, quizás, al propio rugby, que se analizan en la página siguiente–, las causas profundas de la violencia entre adolescentes.

Andrés Rascovsky, expresidente de la Asociación Psicoanalítica Argentina, revalida el término acuñado por su padre, el médico pediatra y psicoanalista Arnaldo Rascovsky, quien sostuvo que la sociedad es «filicida» porque tiende a «destruir a la juventud y matar a sus propios hijos. Esto es universal y tiene que ver con el mito edípico –dice Andrés–. Se supone que las sociedades más evolucionadas buscan la felicidad y cuidan a sus hijos; las más involucionadas, por el contrario, los hacen competir entre sí, los mandan a la guerra».

«El superyó del hombre es mucho más fuerte. Aunque la estructura psíquica está cambiando, al varón se le exige poder más. Y esto ya se plantea a partir de los cinco o seis años», explica la médica pediatra y psicoanalista Felisa Lambersky de Widder. «Por lo tanto, el varón siente con más impotencia el sentimiento de humillación y desprecio que una mujer».

«Si bien en el mundo moderno esta noción se está reduciendo, el modelo de lo masculino aún prevalece. Todos los fines de semana consumimos competencias, sobre todo de varones, en las que ganamos o perdemos ante alguien. Esa exacerbación de la masculinidad genera que el fracaso del hombre se vea como una pérdida total», coincide Rascovsky.

Para Lambersky, «hay un tema con la adolescencia en sí misma, donde se atraviesan muchos cambios y el adolescente puede presumir de cierta omnipotencia que se refleja, por ejemplo, en peleas con la familia. Entonces, se recluye en el grupo, donde la individualidad se disuelve y todos se desafían entre sí, y luego a otros. Creen que no les va a pasar nada, y el combo es mortal si consumen sustancias desinhibitorias como el alcohol, que les dificulta anticipar los peligros para sí y para otros».

«Como sea –resume Lambersky–, ese derecho a pegarle al otro, vengarse, matarlo, no se gesta en la adolescencia. Está desde la cuna. Por eso la importancia de la prevención, porque después es difícil volver atrás. Ante la frustración, hay que contener».


Mandato

«La violencia está instalada en los varones desde el momento de su socialización», constató en una reciente entrevista la antropóloga Rita Segato, y ensayó una explicación: que los jóvenes que mataron a Fernando son víctimas del «mandato de masculinidad» y que «hoy por hoy, a los hombres no les queda más que la violencia para probarse a sí mismos y a sus pares que son hombres. Estos muchachos tuvieron que hacerlo mediante una víctima sacrificial».