Esa imagen televisiva, transmitida en noviembre del año pasado, mostraba a la ministra Patricia Bullrich al salir de un restorán de Río Cuarto ya entonada e indiferente ante los cantitos de quienes la escrachaban. Fue entonces cuando dijo: «El que quiera andar armado que ande armado; este es un país libre». No faltaba a la verdad.

La ANMaC (Agencia Nacional de Materiales Controlados), creada en octubre de 2015 en reemplazo del RENAR (Registro Nacional de Armas), es el ente descentralizado (dependiente del Ministerio de Justicia) que fiscaliza la fabricación, compra-venta y tenencia de todo lo que escupa balas o explote. Pero el gobierno del PRO desvirtuó tal objetivo al no aplicar las disposiciones de la ley que le dio origen. Y el ministro Germán Garavano la puso en manos de Eugenio Cozzi, un fanático de tales adminículos, quien además es miembro de ALUTARA (Asociación de Legítimos Usuarios y Tenederos de Armas de Fuego de la República Argentina). Un mal augurio unido a otra fatalidad: el Poder Ejecutivo jamás cumplió con la obligación legal de girar al organismo las partidas presupuestarias que le corresponden, dejando a su exiguo personal (30 inspectores para un millón y medio de usuarios inscriptos) sin manera de financiar sus funciones. Esa suma de hechos es la base fáctica del mencionado «sincericidio» de la señora Bullrich.

El 26 de junio ella anunció «el secuestro de armas más importante de la historia». Se refería a 2500 unidades, además de pólvora, municiones, minas, granadas y piezas de artillería, tras 52 allanamientos con 17 detenciones.

En la ocasión, la acompañaba el ministro de Defensa, Oscar Aguad, la otra pata institucional de esta trama, quien a su vez se jactó de que no hubiese policías y militares implicados en esta causa.

Se ve que hasta ese instante nadie le había avisado que el suboficial del Ejército, Julio Palazzo, era uno de los arrestados, al igual que un funcionario suyo, el abogado Diego Martín Bollati, nada menos que jefe de Contrataciones del Instituto Geográfico Militar (que depende que Defensa). Ni que éste quedó tras las rejas junto con su papá, don Arnaldo Cristóbal, de 76 años. Con ambos el ministro mantenía una añeja amistad.

Ellos son los titulares de las empresas Tala SA e Industria Militar SA, a través de las cuales –según el expediente instruido por el juez Pablo Yadarola– el trío le vendía explosivos (almacenados en un polvorín de la Fuerza Aérea, cuya administración, en comodato, estaba en sus manos) a la red de traficantes que triangulaban armas desde Estados Unidos y Europa hacia Argentina, para ser enviadas a Paraguay y Brasil.

En realidad, la pesquisa que desbarató dicha banda fue una «operación controlada del Homeland Security Investigation (HSI), la agencia policial del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, en su sigla inglesa)», para la cual fue necesaria la colaboración del Estado argentino, de acuerdo a lo manifestado por su director adjunto, Mattehew Albence.

¿Acaso él habría estado al tanto de la desidia oficial ante tal negocio y de la cercanía al ministro de Defensa de por lo menos un sospechoso? Resulta imposible saberlo. Pero seguramente no imaginó ciertas complicaciones –con sello bien criollo– que sorprendieron a sus agentes.

Bien vale reconstruir un gran momento al respecto.

La investigación había comenzado en el otoño de 2017. Pero recién en la primavera del año siguiente el asunto empezó a tomar color. En octubre, el juez –a requerimiento de los norteamericanos– autorizó la «entrega vigilada» de una encomienda enviada desde Miami a Ezeiza.

Un sexto sentido hizo que los norteamericanos evitaran que sus colegas locales se hicieran cargo de esa tarea. De modo que arribó al país un grupo de agentes del HSI. Poco después localizaron en el aeropuerto una valija negra con una faja de la empresa DHL. Contenía partes de cinco fusiles AR-15 para ser ensambladas en el país. Y las reemplazaron por réplicas de madera pintada de negro, envueltas en bolsas «ziploc» con un pequeño dispositivo de rastreo.

Únicamente había que esperar la llegada del paquete a sus destinatarios.

Eso fue lo que hicieron los muchachos del HSI con la paz de quienes confían en la tecnología. Pero la espera fue en vano.

De inmediato, uno de los jefes locales de la red recibió una llamada telefónica. Desde el otro lado de la línea alguien le informó que un «contacto» en el Correo Argentino había avisado que esa valija era «seguida de cerca».

El cabecilla en cuestión era Román Ragusa; el «contacto» en el Correo, un tal Jorge Loschiavo. Ambos cayeron luego por obra de un soplón.

En el teléfono de Ragusa también se detectaron llamadas con teléfonos de Fray Luis Beltrán, la localidad santafesina donde está la Fábrica Militar y el Batallón de Arsenales 603. En ambos sitios hubo en los últimos años faltantes de municiones, explosivos y fusiles FAL.

Es curioso que en los días posteriores a los allanamientos la información abundara en los pintorescos perfiles de algunos implicados. Como el «Tuerto Richard» (Ricardo Deisernia), un vecino del Norte bonaerense con antecedentes penales por contrabando de armas, o el dentista bahiense Hernán Castillo, quien atesoraba una colección de fusiles para francotiradores en una piecita secreta de su consultorio. El flujo de datos luego se frenó.

Fue cuando en el expediente comenzaron a aflorar nombre y lugares no ajenos al poder. «