El neoliberalismo produce descomposición social y, por eso mismo, multiplica los niveles de violencia. Aparecen entonces comportamientos inéditos, que rompen con tradiciones y límites que durante mucho tiempo fueron asimilados culturalmente en todos los barrios.

Una de esas ‘tradiciones’ si se quiere, algunos lo llamarían ‘código’, alude al mandato de no robar en el propio territorio, de no utilizar violencia extrema salvo que esté en riesgo la propia vida, de no agredir mujeres y niños. De evitar el robo a trabajadores (mucho más si estos son vecinos de un entorno social cercano). Estas autolimitaciones siguen siendo respetadas en algunos casos. En otras situaciones, sin embargo, la violencia se ejerce con crueldad y con la intención indisimulada de sembrar el miedo y el silencio en una comunidad.

Uno podría preguntarse por las razones del incremento continuo de la violencia “entre pobres”. De la violencia que se despliega de modo cotidiano sobre trabajadores, pequeña burguesía suburbana y sectores estructuralmente marginados. Todo un conglomerado social que suele ser victimizado por la cultura ‘narco’ estetizada por las series de Netflix pero también por las estrategias de control del delito vía tercerización del robo y el secuestro (otras formas de recaudación), a las que son propensos los agentes corrompidos de las fuerzas de seguridad.

Ante este escenario preocupante, la respuesta del campo popular debe ser, supongo y arriesgo, firme, dura, comprensible, que construya un sentido que no deje espacio para la confusión malintencionada promovida desde los medios afines a la derecha.

Un espacio que aspire a conducir otra vez los destinos del país tiene que construir un mensaje claro, contundente y didáctico en materia de combate a la delincuencia que deteriora la vida cotidiana de millones de argentinos y argentinas. Para muchos trabajadores y sus familias la amenaza de ser víctimas concretas o potenciales de un hecho de violencia (producto de la descomposición social) se convirtió en una experiencia cotidiana. De 24 horas por 7 días a la semana.

El problema es que el combate al neoliberalismo tiene múltiples dimensiones. El campo popular, si llega otra vez al gobierno, tendrá que desplegar políticas de largo aliento para intentar reindustrializar el país, activar la demanda y el consumo, fomentar la creación de empleo. Pero mientras lucha por regresar al Estado para cambiar el modelo, en lo inmediato tiene que pensar en la construcción de mayorías electorales.

Y no se construyen mayorías electorales buscando exclusivamente la aprobación de las franjas sociales que no están amenazadas por la violencia diaria, un proceso que crece y que se va naturalizando. Un aspecto de esa violencia es, no hay por qué negarlo, la ‘violencia institucional’: los casos de gatillo fácil, que son registrados y denunciados por organizaciones sociales y políticas. Pero otro aspecto menos abordado y tematizado desde concepciones ‘progres’ es la práctica delictiva organizada que hace del ejercicio de la violencia una cultura y un ritual.

Es necesario darle respuestas a las y los trabajadores y sus familias, a los comerciantes, a los pobres que optaron y optan, a pesar de dificultades y carencias, por no salir a ejercer la violencia entre sus pares como estrategia de supervivencia o de enriquecimiento. A veces escucho algunos comentarios sobre la estrategia de bolsonorización de Patricia Bullrich y los veo torpes, livianos, poco inteligentes. Que buscan la fácil, que es generar el ‘like’ de los usuarios de redes sociales con los consumos culturales ‘correctos’, gente cuya existencia cotidiana no incluye la convivencia diaria con la amenaza de la delincuencia.

Suelo salir a correr los domingos a la tardecita. Me gusta ir a la colectora de la Autopista del Oeste: es un ritual deportivo y al mismo tiempo un acto de contemplación de la belleza. Como el asfalto ocupa muchos metros a lo ancho, no hay edificaciones que oculten o se superpongan con el horizonte. Es un gran espacio abierto. Y como la autovía discurre hacia el oeste -Moreno, Rodríguez, Luján- podés correr mientras observás la puesta del sol. El cielo estallado de naranja, rojo y graduaciones azules/violetas.

Los domingos, cuando corro, paso por la puerta de muchos templos evangelistas. Se nota que hacen sus ceremonias semanales los domingos entre las 18:00 y las 20:00. Tengo que decirlo: los y las escucho cantando, vestidos como para ir a una fiesta o a una comunión, con sus mejores ropas. Siempre con la puerta abierta para (tratar de) sumar nuevos fieles. ¿Qué es lo que ofrecen los evangelistas en los barrios del conurbano? Uno se puede reír desde una secreta sensación de superioridad cultural (esas vanidades de la clase media progre que se cree cool y que violentan y hacen desear ser un desclasado) pero los evangelistas, intuyo, imponen un orden.

Imponen un orden protector en medio de la descomposición. Sí, son antiabortistas, conservadores y antifeministas. Pero entienden el drama de la violencia que genera la descomposición neoliberal: el cinismo de promover frenéticamente el consumismo y al mismo tiempo vedarlo con cada vez mayores niveles de exclusión.

Aparte, otra cosa: no creo que sea casual que en los pabellones ‘evangelistas’ de las cárceles argentinas impere una lógica menos violenta que en el resto del penal. Ese dato es sugestivo. Ahí hay algo para investigar. Incluso con lo que conectar, ¿e intentar representar? (Aclaro que nunca estuve preso, sólo dos veces demorado en una comisaría y en toda mi vida concurrí solo dos veces a una cárcel común para visitar a un/a reo/a.)

Quiero dedicarle el último párrafo de este texto a Sandra Rivas, de 46 años, vecina del partido de Merlo. Yo también tengo 46 (acabo de cumplirlos) y vivo circunstancialmente en Merlo. A Sandra la asesinaron de un disparo en la cara mientras viajaba sentada en el colectivo.