ALGUNOS NOMBRES Y APODOS REALES FUERON MODIFICADOS PORQUE NO ES ANIMO DEL PERIODISTA COLABORAR EN LA IDENTIFICACIÓN DE LOS PROTAGONISTAS.

Viernes a la noche, la luz se corta en el barrio. El cielo está limpio y el carbón encendido; los bifes a la pomarola se cocinan en la placa de hierro apoyada sobre la parrilla. Sólo el farol municipal mantiene la electricidad, justo en la esquina de la calle 800 y la Avenida Central. El viento mueve las hojas de los arboles, no se escuchan tiros ni gritos. Los vecinos caminan rápido hasta que la esquina también se apaga. Una mujer rubia aparece con una vela en la mano.

– ¿Alguno tiene fuego?

Nadie responde, ella no insiste. En el barrio Villegas de Ciudad Evita, insistir no suele traer buenos resultados.

Jorge tiene 43 años y podría cocinar los bifes con los ojos. También tumbar a trompadas el árbol de la esquina. No es Superman, aquí no hay superhéroes. Lo que tiene es rabia. Hace dos años, al final de esta calle, fusilaron a su hijo por la espalda. No fue un ajuste de cuentas como quisieron presentarlo en la fiscalía. No se trató de un tiroteo entre grupos de hampones. A Fernando, de 21 años, lo asesinó un policía bonaerense, que les entregaba drogas y armas a los soldaditos de la 800. Ese policía era el teniente Mariano Gustavo Silva, de 43 años, alias “Tavi”, quien cumplía tareas en el Comando de Patrullas de La Matanza. Fernando reclamaba el nebulizador que habían robado los familiares del agente. Pertenecía a su pequeño hijo. Ahora Silva está detenido, acusado por el homicidio. La causa fue elevada a juicio.

– No vivo más acá hace muchos años pero toda mi familia es nacida y criada en estas calles. Algunos tuvieron que mudarse por amenazas; me rompieron la vida.

De lunes a viernes, Jorge trabaja en el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Los fines de semana, mezcla arena, cemento, cal y agua para terminar de levantar la casa del barrio 22 de enero –ubicado detrás de Villegas- que tuvo que abandonar. Lo mismo hacía junto a su hijo antes del crimen. Su esposa Laura jamás regresó. Hasta cruzarse con los vecinos y que les den el pésame, es un trago amargo. La bala que terminó con la vida de su hijo, acabó también con la suya.

– Yo cargué a mi hijo con el balazo en la nuca. Yo lo llevé hasta el hospital. Agonizaba en mis brazos hermano, se murió y me llené de furia. Pero entendí que la venganza no era el camino. Ese policía se va a pudrir en la cárcel.

Antes de ser funcionario del gobierno porteño, Jorge fue tortero. Toda la vida atendiendo a los vecinos del barrio en bicicleta. Tiene los gemelos de un lateral izquierdo y jamás aceptó ninguna de las pastillas que le dieron los psiquiatras para calmar su dolor.

– No tomo ni tomé nada. Este es mi dolor y lo quiero sentir. No quiero adormecer lo que siento. Esto podría haber sido una masacre, porque mucha gente me llamó. Pero no era la manera de resolver las cosas. Ahora queremos justicia.

La detención del policía no terminó con el menudeo de droga en la zona. Otros vecinos de la misma calle murieron bajo balas sospechosas. Testigos del caso fueron silenciados sin que los fiscales unan los homicidios. A las oficinas judiciales siempre llegan las versiones policiales. Nunca la verdad.

Ya es sábado y el partido de truco enciende la sobremesa. Larry está colorado y nadie culpa a las cinco cervezas que tomó durante la cena. El sol lo castigó toda la semana, mientras cavaba los pozos para construir las bases del edificio que llenará la heladera durante los próximos meses. Todos los días pedalea desde Ciudad Evita hasta Mataderos para ganar treinta minutos junto a sus tres hijos. Viaja de madrugada, regresa al atardecer. Su historia es la de muchos vecinos que limpian casas, venden bolsas por los barrios, recogen la basura de los porteños, barren las calles y construyen edificios sin poder salir a la calle porque las obras son ilegales. No todo es delito en estas calles.

– Mirá, hay muchachos que estuvieron presos banda de años. Eran cañeros. Ahora se dedican a cuidar a los transas. Cambió la calle y los pibes más grandes se van del barrio porque está lleno de giles. Gente con todos los códigos que no puede venir ni a tomar una ´chorra´ porque los salames quieren sacar chapa.

Chorra es la Coca Cola. Salames, los jóvenes sin memoria. Chapa, el cartel que se cuelgan los adolescentes que no reconocen jerarquías. El mundo cambió en Villegas. De ser un barrio respetado en los penales federales por la astucia de sus robos, ahora son los tiroteos con víctimas inocentes los que ganan espacio en los diarios.

Santiago Albadri tiene 12 años. El viernes 28 de octubre recibió un tiro en el brazo y la bala se alojó en su estomago, luego de rozarle la columna. Fue internado en el sanatorio Guemes de Capital Federal. Sus vecinos y familiares marcharon para reclamar el fin de los tiroteos. Fue en la 700, la misma calle en la que semanas más tarde fue asesinado el taxista Alberto Sarubbi. Hoy, Santiago está fuera de peligro. Pero abandonó el barrio junto a su familia y vive en la zona norte del Gran Buenos Aires.

El que no tuvo la misma suerte fue Sarubbi. Secuestrado cuando manejaba su taxi Fiat Siena, su familia recibió un pedido de rescate de 200 mil pesos. Lo trajeron a Villegas. Uno de sus hijos llegó hasta la avenida Cristianía, una de las entradas del barrio, para pagar el rescate, pactado en una cifra menor a la solicitada por los captores. Sin embargo, la PFA detuvo al cobrador y el conductor fue asesinado de dos disparos por la espalda. Por el caso cayeron varios jóvenes y hasta allanaron la casa de un policía bonaerense que es yerno de uno de los involucrados. Así lo contó un vecino de la 700.

– Quisieron cobrar el rescate a siete cuadras de la casa. Ni sabían lo que hacían. Son guachos barderos. El padre de uno ya había matado a un pibe acá. Es transa de merca, te atendía con una escopeta y si no te conocía, tenías que tocar. No tienen códigos ni de chorros estos giles.

El Rengo estuvo detenido varios años. Viajaba a robar a otras provincias junto a sus primos. Es flaco, sin tatuajes y no parece haber estado ni un día a la sombra. Es de la vieja escuela de Villegas. Empezó como ´tarjetero´ y ahora se dedica a la compra y venta de automóviles.

– Mi generación está diezmada. Banda de pibes muertos, banda de pibes en cana. Yo arranqué de guacho con la tarjeta: viajaba con el guardapolvo hasta zona norte, cortaba una botellita de plástico y probaba puerta a puerta hasta que aparecía la oportunidad. Después agarré los fierros. Ahora, ya estoy jubilado.

Ser jubilado y tener menos de 40 es un lujo que pocos se dan. El anillo, las cadenas y el reloj de oro marcan status. El aroma dulzón de las flores invita a la reflexión. El Rengo se relaja y piensa en voz alta.

– Hay pibitos que no salen de lotería. La mayoría trabaja con entregas. A veces vienen y te dicen: ´Me lleve un chasco bárbaro´. Acá roba banda de gente, no se puede tapar el sol con las manos, pero también da bronca que cuando le pegaron el tiro al pibito de la 700 ningún medio se hizo cargo, y cuando mataron al taxista, salió en todos lados. Parece que no todos tenemos la misma importancia.

Gabe tiene 21 años y pasó toda la vida en la 500. Su familia llegó de los monoblocks de Lugano, como lo hicieron muchos vecinos que se trasladaron de la zona sur porteña hacia Ciudad Evita. A los trece se juntaba con sus amigos a escuchar a los raperos estadounidenses Tupac, Notorius Big y 50 Cent. Sin antecedentes musicales en su familia, todo fue prueba y error. Ahora es productor musical y dueño del sello Mafia Records junto a sus “bro” Chueko y Pinno.

– Somos nosotros tres los productores. Ahora trabajamos con cuatro chicos del barrio: Nico H, Murlas, Sprada y Tahiel, que tiene 10 años. Nos presentamos en boliches y subimos nuestro trabajo a internet. Los videos los hacemos en el mismo barrio y a la hora de componer tratamos de enfocarnos en nosotros mismos. Nos cuidamos más con los mensajes porque los pibes compran y después vienen los problemas.

En sintonía con otros vecinos, recordó que cuando era chico, las cosas eran bien distintas.

– La gente que estaba en la calle era otra. Respetaban el barrio. Así que era más tranquilo. Ahora también hay pibes que hacen la suya y respetan, pero también están los que se agarran a tiros y no les importa nada.

Sobre la representación del barrio en los medios de comunicación, Gabe es crítico.

– Ver el barrio en televisión y que siempre sea por cosas malas, te desalienta. Acá hay mucho talento, mucha humildad. Si conocés la historia de tu barrio, lo vas a representar mejor. Si los medios mostrasen los talentos y no los asesinatos, quizás más chicos imitarían otras cosas.

Son las tres y ningún vecino podrá quejarse de esta madrugada. La 800, señalada por muchos como la calle más peligrosa de todas, no registra actividad. A 50 metros de la agencia de remis, sentados en el cordón, un grupo de jóvenes monitorea que nada raro ocurra. No hace falta ser adivino para saber que tarea cumplen.

En Villegas existe una máxima: pasillo con reja, pasillo de trabajadores. Pasillo sin reja, pasillo de transa. El fenómeno de la reja está en franco ascenso. Cada vez son más los vecinos que modifican la arquitectura original de las casas para garantizar la seguridad. Uno de ellos es El Orejón. Alto, flaco y “con la cabeza chiquita”, muestra su pistola, escondida entre los buzos y los jeans del ropero. Vive sobre la 600 y trabaja como herrero. Suele quedarse toda la noche despierto. Nació en Villegas y quiere mudarse.

– Termino de arreglar la casa y la vendo. Ya está, no me quiero hacer más mala sangre. Estoy cansado de despertarme con los tiros y que los fisuras roben vecinos. Amigo, acá antes había delincuentes. Ahora, son giles.

El cambio de época respecto a los “códigos” en el barrio, según los entrevistados, es evidente. Así lo explica Fernando, vecino de la 500.

– Hace unos meses, un pibe de acá robó en La Plata. A las 24 horas la Policía lo identificó y lo vino a buscar. Lo mandaron en cana los vecinos. Eso antes era impensado. Mientras tanto, los soldaditos de los transas balean a un pibe y la yuta ni mueve un músculo. Y ustedes los periodistas titulan: “Un muerto en un nuevo ajuste de cuentas”´. Esa es la lógica de los transas amigo, que laburan con la yuta.

Fin de la cita. Ni brasas quedan en la parrilla. La avenida Central está desierta. Sólo dos hombres cruzan el bulevar. Caminan como si cargasen una pesada mochila invisible, inclinados levemente hacia adelante. Están sucios y llevan gorras viseras. Flacos, barbudos y apurados. Su destino se sabe sin preguntar: van hacia Puerta de Hierro, la villa que asoma desde Crovara, en diagonal a Villegas, a pasar lo que resta de la madrugada iluminados por los chispazos de su encendedor.