El 8 de junio de 2010, Horacio Rodríguez Larreta –quien por aquellos días era jefe de Gabinete de la Ciudad– fue invitado al noticiero de TN. El animador Franco Salomone lo presentó con una exagerada cordialidad. En el zócalo de la pantalla se leía: «Vecinos vigilantes». Rodríguez Larreta empezó a explicar de qué se trataba: «Pedimos a la gente que nos ayude». Salomone quiso saber de qué manera. La respuesta fue: «Es simple, si ven un coche mal estacionado, le sacan una foto y la suben a nuestro sitio». Salomone declamó el mail al cual los soplones debían enviar sus imágenes. Y el funcionario, agregó: «Estamos impulsando una nueva cultura». Fue su manera de significar que la delación se había convertido en política oficial.

Desde entonces transcurrieron ocho años. Ahora, semejante actividad podría obtener un status legal en caso de aprobarse el proyecto de reforma al Código Contravencional enviado por el actual alcalde porteño a la Legislatura, ya que su letra establece preservar la identidad de sus hacedores. Un avance en la guerra santa del PRO contra las plagas más conspicuas del espacio público, a saber: trapitos, vendedores ambulantes y artistas callejeros. Sería el regreso triunfal de los viejos Edictos Policiales. Porque apenas bastaría una denuncia anónima para activar –sin orden judicial de por medio– la maquinaria de la «legítima violencia del Estado».

En los precarios estatutos normativos del siglo XIX, la figura del «vago y malentretenido» se refería al gaucho sin propiedad ni medios de vida, quien sólo por eso resultaba peligroso para el orden social. Tal concepto inspiró los Edictos Policiales de la siguiente centuria. Estos fueron derogados en 1998 al entrar en vigencia el Código Contravencional que regula faltas y delitos de poca monta no incluidos en los estatutos penales. Así fue el fin de un sistema que otorgaba a las fuerzas de seguridad una discrecionalidad integral para perseguir y castigar conductas reñidas con las «buenas costumbres» más que con la ley. Claro que el PRO significó al respecto un retroceso. Porque si bien el proyecto oficialista aún no tiene ni siquiera dictamen de comisión para que se trate en el recinto de la Legislatura, no es exagerado decir que –desde fines de 2015– ya se aplica como si estuviera vigente.

En un plano totalizador, es innegable que la demagogia punitiva y el uso policíaco son por ahora la única respuesta estatal a los conflictos derivados del ajuste.

En cuanto al primer asunto, sus funcionarios –bien al estilo PRO– no dudaron en establecer objetivos estratégicos en base a una interpretación algo antojadiza del marketing penal. Tanto es así que al enterarse de que en 2015 hubo casi un millón y medio de delitos (sin discriminar las modalidades ni sus niveles de gravedad) en un territorio nacional con una población carcelaria de 64 mil personas, se llegó a la conclusión de que faltaban presos. ¿Acaso 300 mil por año, calculando que cada uno pudo cometer cinco delitos en aquel período? Sin duda una visión típica de CEOs volcados a la gestión pública en un campo fértil como para alimentar la planilla Excel de la prisionización.

Con respecto al segundo asunto, la presencia casi cotidiana de columnas policiales con apariencia robótica en cada corte de calles y caminos, en cada marcha, frente a cada fábrica que cierra y en toda protesta social, ya es parte de un paisaje en vías de naturalizarse ante los ojos de los «vecinos». Como si la represión fuera –otra vez bien al estilo PRO– una contrariedad puramente administrativa. Un trámite incómodo aunque necesario. Algo incluido a último momento en el ABL. Y a la vez un acto quirúrgico sin ideología de por medio. Nuevamente una visión típica de CEOs volcados a la gestión pública.

A tal panorama cabe sumar la realización de «controles poblacionales», así es como se denominan las razzias en barrios pobres; las constantes vejaciones a niños indigentes que circulan en espacios públicos vedados para ellos por las leyes no escritas del apartheid; las capturas callejeras de adultos jóvenes por razones lombrosianas; el despojo de mercaderías a manteros y el sistemático hostigamiento a inmigrantes, entre otras variadas delicias. Una dialéctica de la «seguridad pública» como valor supremo que el macrismo impuso en la vida cotidiana con siniestra eficacia.

Este precisamente es el campo al que la reforma de Rodríguez Larreta pretende reglamentar. Y con tal propósito apela a protocolos y procedimientos ciertamente kafkianos. Por ejemplo, la figura de «ruidos molestos» (a saldarse con dos a diez días de trabajo de utilidad pública o multa de 400 a 2000 pesos o arresto de uno a cinco días) es un caso testigo. Pese a que el proyecto prevé una consideración especial cuando el «ruido» proviene de muestras artísticas a la gorra, lo cierto es que en tales casos el presunto infractor será detenido por la policía y recién después podrá hacer el descargo correspondiente.

El nuevo Código –en el caso de aprobarse– convertirá a la Policía de la Ciudad en dueña de las calles. Su autonomía no tendría límites, ya que tanto el carácter «vinculante» de la denuncia anónima y la no intervención de un juez serían suficientes para conjurar todo arbitraje e, incluso, las posibles nulidades que pudieran interponerse en el proceso. Su aplicación, además, violaría la Ley de Seguridad Pública de la Ciudad y también la propia Constitución porteña. Pero con un punto a su favor: consagraría legislativamente lo que ya se realiza de manera ilegal. «