Son las 9:30 y Ester llega a su casa en Villa Corina, Avellaneda. Viajó dos horas y media desde el microcentro porteño, donde está el edificio de un organismo del Estado en el que trabaja como vigiladora privada. Es personal esencial. Abre la puerta y en un costado deja su bolso con el uniforme. Se quita la ropa, desparrama desinfectante en aerosol y se rocía con alcohol, mucho alcohol. Su hijo Esteban la ve y gatea hasta la entrada, pero ella lo evita. Con pasos rápidos llega al baño y se ducha. Recién ahí saluda, distante, a su hijo. Él tiene 22 años y retraso madurativo severo con espectro autista. Hace más de dos meses que no lo abraza, tampoco le da un beso en la frente ni se recuesta con él para hacerlo dormir. Teme portar el virus. Su hijo tiene problemas respiratorios y es paciente de riesgo, pero en la empresa de seguridad tercerizada Murata no le dan la licencia que estableció el Gobierno Nacional.

«Es doloroso porque él presiente que lo quiero alejar y se me pega como una garrapata, pero tengo terror de contagiarlo, jamás me lo perdonaría», cuenta Ester. Tiene 46 años y es jefa de hogar desde que se separó de su marido después de una golpiza que la dejó internada por varios días. Forma parte del 84% de mujeres a cargo de hogares monoparentales que se vieron sobrecargadas por las tareas del cuidado durante la pandemia.

«Cuando empezó todo me agarró un ataque, vivo sola con él: le doy de comer, lo baño, le cambio los pañales. La señora que me lo cuidaba se fue porque es mayor. Es lo que expliqué en la empresa, pero me dieron una licencia sin goce de sueldo. Estuve un mes y medio sin trabajar y no cobré nada. Nadaaa, nada—enfatiza— Me estaba cagando de hambre».

Ester hace turnos de 12 horas, trabaja de noche, de 19 a 7 hs. Suma alrededor de 220 horas por mes y tiene un salario básico de 25.500 pesos. Cada unidad vale 115 pesos. Retomó sus funciones porque ya no tenía a quién pedirle plata y desde Murata le mandaron una carta documento.

«Me querían castigar y mandarme a otro servicio», dice Ester, que en realidad tiene otro nombre pero prefiere preservarlo para no ser sancionada. En junio, hubo un caso positivo y junto a otros compañeros que toman la fiebre en Recepción tuvieron que ser aislados.

«Nos descontaron a todos —alza la voz, enojada— A tooodos. Me sacaron 5000 pesos. Ellos te descuentan los días por Covid y después te lo reintegran. Pero con ese truco, te sacan el viático y el presentismo y ahí te cagan—cuenta. Ahora, contrató a otra persona para que cuide a su hijo. Le paga 850 pesos por día, un poco menos de lo que ella gana».

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(Foto: Mariano Campetella)

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Cada dos horas Alfredo va a alguno de los baños que están en el Aeropuerto de Ezeiza y se cambia el catéter. Tiene vejiga neurógena y no puede expulsar la orina. En el 2015, su cerebro perdió la conexión con la vejiga después de una operación en la que le sacaron dos de los cinco tumores alojados en la columna. Tiene un certificado médico pero eso no importa. La empresa de seguridad tercerizada GPS lo obliga a seguir trabajando durante la pandemia. Sostienen que su diagnóstico no está contemplado en el DNU.

«Mi médico me dijo que todo lo que hay en el ambiente me lo puedo agarrar, entonces si el coronavirus está en el aire yo me lo puedo agarrar. Estuve un par de días internado porque el aseo del baño de la empresa no es bueno y tuve una infección. Ya estoy podrido», cuenta, entre enojado y resignado. Tiene 44 años y trabaja en el sector desde el 2001. En el 2014 ingresó en GPS. A fines de marzo, cuando se decretó el ASPO, se tomó la licencia pero volvió cuando vio que en su recibo de sueldo sólo figuraban 9000 pesos. Le habían descontado los días.

«Nunca me van a ver sin mi barbijo porque no quiero enfermarme. Es denigrante estar en esta situación, dependo de este trabajo y no sé si con esta entrevista lo voy a seguir teniendo», cuenta Alfredo, que tampoco se llama Alfredo. Las sanciones y despidos por los reclamos laborales es algo común en estas compañías.

En Argentina, las empresas de seguridad privada surgieron en la década del ’70 pero tuvieron un crecimiento exponencial a fines de los ¡90. El sociólogo e investigador del Conicet Federico Lorenc Valcarce explica que es un sector que está sometido a condiciones laborales precarias en lo que respecta a horarios, pago de horas extras y arbitrariedades. «Hasta la década del ’80 era una ocupación ejercida por ex policías o ex militares de baja graduación que hacían algún tipo de tarea de vigilancia en empresas. En la década del ’90 eso cambia. Primero porque el volumen del sector se hace mucho más grande: de 30 mil a casi 200 mil en el año 2000. Ese volumen hace que cambie el perfil de los trabajadores, empiezan a ser personas que no consiguen laburo de otra cosa. Mucho varones de 45 o más, poco calificados y con una edad relativamente alta para conseguir otra cosa», describe Lorenc Valcarce.

«Estoy viendo si tomo un té o un mate cocido, un pancito y buenas noches. Esa es toda mi comida», dice Alfredo el último sábado de julio. Vive solo en un departamento alquilado de Ituzaingó. Tiene muchas deudas y hace cuatro meses que dejó de trabajar como chófer de Uber por miedo a contagiarse. Lo usaba como complemento de su sueldo. Hoy elige qué servicio pagar cada mes y esquiva los llamados de la tarjeta de crédito en una casa de luces y artefactos apagados. «Hoy en día el auto es un lujo pero lo usaba para juntar unos pesos más. Además, lo necesito para ir a trabajar. De mi casa a Ezeiza tengo tres horas en colectivo y necesito un lugar donde dejar mis catéteres o ropa extra por si me ensucio. Quedé así, no llego a tiempo al baño, es horrible, pero así y todo voy a trabajar».

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«Ya hicimos la denuncia contra Murata, que es la responsable de la muerte de mi papá», dice Nidia Olmedo en un video de Facebook. Atrás, una persona sostiene un cartel en blanco y negro que dice «Justicia por Miguel Olmedo» acompañado por una foto de un hombre morocho de sonrisa mínima. Miguel Ángel Olmedo tenía 64 años y problemas cardíacos. Le faltaban tres meses para jubilarse. Es 20 de julio y Nidia Olmedo responde por teléfono.

«Mañana iba a cumplir 65 años, él se quería jubilar y estar tranquilo, pero no, lo empujaron a la muerte. No se contagió de Covid así nomás, fue obligado y amenazado»,cuenta.

Olmedo murió el 25 de mayo. Cuando el Gobierno Nacional publicó el decreto, pidió la licencia por sus problemas preexistentes. Lo llamaron 14 días después y lo obligaron a que retome sus funciones. Él sabía de lo que era capaz la empresa: en el 2019 su hijo Luis fue echado porque no pudo llegar desde Rafael Calzada hasta Capital un día de paro total de transporte.

«Estaba confundido porque la empresa lo amenazó y veía los videos de compañeros despedidos por reclamar elementos de protección. No quería arriesgarse y perder todo», describe Nidia.

A mediados de abril, Olmedo volvió a trabajar y, a modo de castigo, lo trasladaron del Cementerio de la Recoleta a la Villa 31, a custodiar un edificio del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires de madrugada. Estuvo en el barrio en pleno foco de contagios, sin protección. En mayo se descompuso y fue a la salita de La Pepsi en Bosques. Horas después lo internaron.

En otro video de Facebook, Miguel Olmedo baila con una de sus diez nietas en shorts y pantuflas. Se mueve, torpe, pero suave, al ritmo de una canción infantil. «Te extrañamos abuelo», dice la publicación. Olmedo trabajó los últimos 12 años en la misma empresa. Nidia recuerda la vez que lo coaccionaron para que renuncie y resigne cuatro años de antigüedad. Tres personas lo llevaron a una sede del correo para que firmara el telegrama.

«Siempre fue como como una dictadura. Tenías que ser una máquina en lugar de un ser humano— Nidia hace una pausa y agrega —Es increíble que pasen estas cosas y no sean noticia».

La autora

Celeste del Bianco es comunicadora social (UBA) y productora de contenidos radiales, audiovisuales, gráficos y podcasts. Colaboradora de la Revista Anfibia, LA Network de Colombia, Nuestras Voces y La García. Integra el Área de Géneros de Radio Nacional y es productora en AM 990. Comenzó como periodista deportiva con Víctor Hugo Morales en Radio Continental. Trabajó en Mitre y Cooperativa, entre otras. Realizó la producción ejecutiva del documental “39, las víctimas del 2001” y la investigación periodística de “Milagro”.

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En un principio

Las 41 crónicas recibidas ponen de relieve que la primera edición del Concurso Nuevas Narrativas del SiPreBA fue un punto de atención para los y las trabajadoras de prensa del AMBA, a quienes la esencialidad de su tarea no los sustrae de los aspectos generales de la cuarentena: hijos sin clases, teletrabajo, ingresos limitados. La invitación fue a contar la pandemia de modo de dejar registro de «cómo observamos y reflejamos nuestro tiempo les trabajadores de prensa», señaló el SiPreba en su convocatoria. El jurado estuvo compuesto por Juan Sasturain, con Carlos Ulanovsky, Julieta Roffo, Fernanda Nicolini y Ezequiel Fernández Moores, quienes dieron su veredicto público el pasado 7 de septiembre.