El teatro, en su costado más performático, se ha convertido en los últimos años en la disciplina artística más experimental. En ese espacio, la Compañía Nacional de Fósforos es sin dudas uno de sus exponentes más relevantes, aunque no por lo que comúnmente se considera vanguardia. Más bien lo es por su capacidad de cruzar la novedad con lo popular, una mezcla que no por tal requiere de dosis iguales: lo que hace falta es un modo de integrarlas según las circunstancias que se enfrentan. En eso, El asado de Platón, una de sus últimas puestas, es un prodigio de ese arte de adaptarse al momento, el lugar y los tiempos (sin jamás desconocer la historia), características en la que tanto destacan los sectores populares como los artistas de vanguardia. Por eso la obra es tanto un asado, que tiene lugar a la hora del almuerzo, como una obra de teatro que discurre y especula sobre algunos de los muchos significados que se le atribuyen al amor.

“Estábamos con Cristian (Palacios) de gira por Ushuaia, representando el El banquete de Platón -cuenta Juan Manuel Caputo, la otra parte de la Compañía junto con Palacios-. Y un día le hice el chiste de que teníamos que hacer El asado de Platón. Desde esa gracia insolente empezamos a tirar ideas de cómo hacer algo que El banquete… ya te deja servido. Nuestra suerte es que Cristian además de dramaturgo es licenciado en Letras y Filosofía, tiene un doctorado, es un investigador académico, entonces pudo acomodar muy bien los textos y los personajes de El banquete… para poder leerlo y ver cómo podía quedar.”

No escapa a lo popular (ni la vanguardia) aprovechar lo mejor que se pueda lo que se tiene, dejando bastante de lado aquello que falta o es muy difícil de conseguir. Así que lo que siguió fue una especie de período de prueba que avanzaba a medida que la gira los llevaba por distintos lugares del sur de la Argentina. “Donde nos íbamos presentando muchas veces nos recibían o despedían con un asado, y ahí aparecen los personajes ‘naturales’ de esos encuentros. Con eso fuimos mejorando nuestro propio banquete, que iba a ser asado. Una de las cosas que descubrimos fue que nos gustaba que el público fuera partícipe, que se sintiera parte, que no sintiera que iba a ser puesto en ridículo o lo íbamos a exponer, sino que se sintieran lo más cercano posible a lo que podría haber sido El banquete de Platón.”

Entonces quedó claro que “había que llamar la atención desde la actuación, explorando desde ahí; y que excepto Alcibíades y Sócrates, los demás personajes tenían que ser grotescos, realmente distintos para llamar la atención. Porque vas a estar sentado al lado de alguien que no conocés, compartiendo la mesa -y con quien probablemente después te quedes charlando- hablando del amor.”

Lo que surge es, según la definición de la gacetilla: “Un asado en honor de Agatón, el cineasta, es la excusa para que Sócrates y sus amigos coman hasta reventar, se emborrachen y discutan apasionadamente sobre el amor en una tarde que promete ser memorable”. Pero eso sólo es una definición. Aquí lo que hay es una experiencia de otra categoría: “Resignificamos la escenografía, luego la convertimos en utilería y la terminamos comiéndola”, sintetiza conceptualmente Caputo. La escenografía son las mesas dispuestas como para un asado que, según la ocasión, oscila entre las 20 y 60 personas; el asado suele hacerse -no en El Camarín de las Musas, por cuestiones operativas- mientras se desarrolla la obra, lo mismo que el destape de los vinos acompañado por quesos y papas fritas; al finalizar “la obra propiamente dicha”, se procede a comer el asado. Lo de propiamente dicha merece comillas porque el antes y el después también forman parte de ella. Caputo recibe a los espectadores/ comensales como si fueran conocidos de algún tiempo (“sin falsear la situación, la idea es que vayan sintiéndose cómodos”), y luego de la obra se sienta a las distintas mesas y platica con ellos. Pero no es un anfitrión que corre con todas las tareas: “No es una cuestión gourmet o que somos mozos; cuando toca servir el vino en las mesas o llevar los quesos pedimos la colaboración del público”, que a esa altura ya cayó en la cuenta de que no será expuesto para la gracia, sino invitado a integrar.

“Cada lugar es un mundo -comenta Caputo-. La hicimos en patios, lugares para 50 personas, para 20, haciendo fuego en el piso, en la parrilla, tantas variaciones hace que cada espacio teatral sea distinto”. Es como si cada función se “jugara” en espacios distintos, espacios que a su vez tampoco en todos los casos son teatrales: “En un teatro, más allá de sus dimensiones, siempre podés jugar con la luz para que te lo achique o lo agrande, acá te tenés que adaptar, porque nunca hay cuarta pared”. La adaptación llevó a que la representaran ante cuatro personas: “Me intimidaban más ellos a mí que yo a ellos”, ríe. “Queríamos convencer a la gente de El Camarín de las Musas y la hicimos en una casa”.

Amén de todo lo aprendido sobre el asado y las vicisitudes que lleva realizarlo para determinada cantidad de personas, como sobre el final de la obra, Caputo rescata el espíritu que lleva a este entrevero lúdico con el arte y, por qué no, la vida. “La propuesta es comida, es teatro pero es sobre eso que transmite El banquete…: lo visceral, los placeres, los vinos, la ficción que entra en la realidad y la modifica. Porque en definitiva son esos momentos los que nos mantienen vivos a todos, cuando nos miramos a los ojos, no sentimos presentes unos a otros, y no enchufados en algo y ausentes, que es como nos quieren tener todo el tiempo.”