El presidente que no fue

Por: Fernando Rosso

El presidente Mauricio Macri quiso ser muchas cosas y no fue ninguna. Se presentó como el representante de la derecha moderna y terminó como el aglutinador de la derecha retrógrada, buscó transformarse en el integrador del país al mundo y culminó con una mundial desintegración de la economía del país, quiso ser “Mauricio” y fue “Macri”. Será el primer mandatario de la última etapa democrática que fracasa estrepitosamente en su intento reeleccionista. Carlos Menem en 1995 y Cristina Fernández en 2011 alcanzaron la reelección con holgura.Su administración acabará en diciembre si las turbulencias financieras le permiten completar una transición que ya comenzó.

No es extraño si se observan algunos resultados: la económica real entrará en recesión y tendrá un descenso cercano al 6% en el bienio en curso (2018-2019). En el mismo periodo, la inflación trepará hasta alcanzar el 130% y sellará una caída del salario real promedio de un 20% cuando termine el ciclo macrista. La deuda argentina ya tiene el tamaño de un producto interno bruto entero.

Con el derrumbe del macrismo, cae también un paradigma de la política argentina que aseguraba que las habilidades comunicacionales del PRO-Cambiemos eran sencillamente imbatibles. Según este modelo, los estrategas de la coalición habían descubierto en las profundidades de las redes sociales y entre vericuetos del algoritmo, el secreto de una nueva política. Una sociedad de diseño y a la carta, con individuos microsegmentados ajenos toda forma de representación y acción colectiva, predestinados a confirmar comportamientos que la gran Matrix de Cambiemos ya conocía desde mucho antes. Paradójicamente, lo que se presentaba como “el último grito” posmoderno de la política se apoyaba en una especie teleología que fetichizaba a la comunicación y a sus herramientas. Este fracaso quedó demostrado no sólo por el inédito revés electoral de una fuerza política que tenía en sus manos los principales fierros del Estado y los principales monopolios mediáticos a su favor, sino porque la “remontada” del macrismo entre las PASO y las generales se hizo a fuerza de implementar medidas contrarias a lo indicado por su universo de ideas, no sólo en la economía, con el Cepo al dólar como expresión máxima; sino también en la política, con las movilizaciones callejeras que Jaime Durán Barba consideraba una pieza de museo, condenada al olvido junto a todo el siglo XX.

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La gran confusión se debió a que nunca se comprendieron las causas del sorpresivo triunfo del PRO-Cambiemos en 2015. El obstáculo epistemológico para entender cómo pudo suceder que una derecha de claro perfil empresarial llegara al poder, no a través del tradicional golpe de Estado, sino por la vía democrática condujo a la invención de extrañas teorías sobre los poderes sobrenaturales de un discurso y un método.

La realidad es que la coalición Cambiemos arribó al gobierno montada sobre un “consenso negativo” y un creciente rechazo popular que generó la última etapa de la administración de Cristina Fernández, luego de doce años de kirchnerismo en el poder, en el marco de un deterioro social y profundos desequilibrios económicos. Por esta razón, en el primer tramo de su gobierno, Macri privilegió la gestión simbólica del pasado como principal arma narrativa. Un relato basado esencialmente en la llamada “pesada herencia”. Aunque la estrategia parecía incongruente en una coalición que, presuntamente, venía a construir futuro, fue efectiva mientras la economía no estalló gracias a las bondades del endeudamiento aparentemente eterno.Cuando los mercados internacionales dejaron de financiar el experimento, entre otras cosas, porque comenzaron a percibir la impotencia de Macri para realizar contrarreformas estructurales (en 2017 aplicó un ajuste sobre los haberes jubilatorios y provocó una impactante movilización social en su contra), el relato perdió capacidad y el gobierno comenzó su declive. Desde entonces, el oficialismo ensayó el mucho menos eficaz discurso-un tanto místico- sobre la necesidad del sacrificio presente para el advenimiento de algún paraíso futuro, que abandonó luego de la derrota de agosto.

La huida hacia el Fondo Monetario Internacional, la incorporación a la coalición de referentes que antes era considerados parte de la “vieja política” y el último manotazo de ahogado: la elección como compañero de fórmula de Macri de un hombre moldeado en el seno de la política tradicional (Miguel Pichetto), confirmaron el quiebre, no sólo de un proyecto de gobierno, sino de una ilusión refundacional.

Allá lejos y hace tiempo, Maquiavelo aconsejó en su clásico tratado que todo príncipe “nuevo” debe considerar muy bien el motivo que inclinó al pueblo a favorecerle. Dice en El príncipe: “Si ellos lo hicieron, no por un afecto natural a su persona, sino únicamente a causa de que no estaban contentos con el gobierno que tenían, no podrá conservarlos por amigos semejante príncipe más que con sumo trabajo y dificultades, porque es imposible que pueda contentarlos. Discurriendo sobre esto con arreglo a lo ejemplos antiguos y modernos, se verá que es más fácil ganar la amistad de los hombres que se contentaban con el anterior gobierno, aunque no gustaban de él, que de aquellos hombres que no estando contentos se volvieron, por este único motivo, amigos del nuevo príncipe y ayudaron a apoderarse del Estado”.

El motor del voto en las degradadas democracias occidentales reside más en el rechazo al otro antes que en la adhesión o el fervor popular por los líderes. De ahí el carácter cada vez más circunstancial de los consensos que prácticamente nunca logran la densidad de una nueva hegemonía. Para la Argentina es una lección muy importante, entre otras cosas, porque la votación obtenida por Alberto Fernández y el Frente de Todos tiene un alto componente de voto castigo, muchas veces tan contundente como históricamente fugaz y efímero.

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