El verticalismo, la marca del nuevo «albertismo»

Por: Julio Burdman

Al peronismo se lo acusa con frecuencia de ser dos cosas diferentes e incompatibles. Por un lado, de ser un movimiento populista, obsesionado con tener representada y feliz a su base electoral. Y por el otro, de ser el partido de la gobernabilidad argentina, al estilo del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó a México durante 70 años sin interrupción; la diatriba de los «70 años de peronismo» no es casual. Pero sucede que no se puede ser «el populismo» y «el PRI» al mismo tiempo. Porque ser el partido de la gobernabilidad implica gestionar también en las malas, y no morir en el intento. En lenguaje peronista, implica verticalismo.

Hoy, el peronismo está sufriendo esa duplicidad, pero hacia adentro. El tercio de diputados del FdT que votó en contra del acuerdo con el FMI se presenta como defensor de la base, mientras que los dos tercios que acompañaron el acuerdo reivindican la ética de la responsabilidad. Hoy, la trama interna del oficialismo se organiza a partir de esos dos discursos en tensión. Verticalismo vs. populismo. Eso complica la gestión, pero paradójicamente puede ayudar a Alberto Fernández a redefinir su liderazgo.

La pandemia le había dado al presidente la ilusión de liderar la unidad nacional. Con altos índices de popularidad y el acompañamiento de casi toda la política, tomaba las decisiones difíciles en nombre de un bien superior a la política misma. Pero, como sabemos, todo eso no duró: transcurrido un tiempo, la cuestión de la pandemia se politizó, el apoyo se dispersó y Fernández volvió a experimentar la soledad inicial. Con un agregado: se puso bien en evidencia que el funcionariado “albertista” se restringía a un círculo porteño de confianza personal, que resultaba insuficiente. Hacer política es “armar”, contar con un sector propio, y no había tal cosa.

Hay dos componentes de la cultura peronista post 1983 que lo definen como un partido de gobernabilidad: el mencionado verticalismo, y el salvataje del país. Y sobre esas nociones se está basando ahora el oficialismo. Verticalismo significa que quien conduce es el que establece la dirección del gobierno y quienes lo siguen deben depositar su confianza en él, aun cuando no puedan entender sus decisiones. No es la anulación del debate, es un mecanismo para dirimir la discusión.

El salvataje del país es la otra marca de gobernabilidad peronista. Aunque los radicales históricamente señalaron a los gobiernos peronistas como responsables del desequilibrio fiscal y las crisis económicas, desde el peronismo se ve al revés. Menem, Duhalde, los Kirchner, y ahora Alberto Fernández asumieron sus presidencias denunciando la herencia recibida y los sacrificios hechos para pagar las deudas.

Por lo tanto, la ética de la responsabilidad de gobernar, que demanda paciencia y acatamiento entre los propios, le queda bien a un presidente justicialista. Lo ubica en una tradición. El desafío de Máximo Kirchner al presidente lo deja en posición de reclamar su lugar en esa línea sucesoria: ya no en el nombre de la unidad nacional pandémica, sino en el del peronismo. Una suerte de “no es de peronista dejar solo al jefe en la tormenta”.

Hace una semana se reunió el oficialismo verticalista en Rosario, y esa idea histórica flotaba como bandera. Los discursos de los funcionarios y dirigentes autoconvocados no prometían ilusiones, pero apelaban al coraje de gobernar una crisis. La convocatoria la hizo Agustín Rossi, quien parece ser el ideólogo de este nuevo discurso. La concurrencia amplia mostró que, al menos entre los dirigentes, esta corriente es mayoritaria.

Frente a esto, la disidencia camporista o cristinista debe asumir una estrategia más definida. Es entendible e incluso saludable el desacuerdo interno, ya que oxigena el frente y puede servir para contener a los votantes disconformes por la inflación y los bajos ingresos. Pero si los desacuerdos se expresan desde los cargos ejecutivos y legislativos, luce más como un quiebre de la verticalidad que como un debate. Una cosa es disentir y criticar, otra es votar. Además, hacerlo desde posiciones institucionales deja menos claro cuál es la posición de los disidentes internos, porque todos parecen corresponsables de las decisiones del presidente y terminan pagando los mismos costos. Hoy al oficialismo le sirve tener dos alas internas, una más verticalista y otra más populista, porque de esa forma contiene mejor a su electorado. Pero esa “división de tareas” debe estar mejor definida y pautada. De lo contrario, puede generar más confusión. «    

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