El Estado que se desentiende de las políticas sociales se convierte en el progenitor ausente que deja a su familia a la intemperie, sin alimentos, sin palabras, sin abrazo.

En los barrios populares, cada recorte es un golpe a los cimientos mismos de la vida cotidiana. Allí donde la comunidad había levantado con esfuerzo espacios de contención, talleres, comedores, redes de escucha, ahora se levantan paredes de silencio. No se ajusta un número: se ajusta un cuerpo. El de la niña que deja de recibir el refuerzo alimentario. El de la madre que pierde la posibilidad de un acompañamiento psicológico. El del adolescente que se queda sin el único ámbito donde era mirado como sujeto de derecho y no como problema a controlar.
En el derecho de familia lo sabemos con crudeza: los vínculos se sostienen en la trama de cuidados. Y cuando esa trama se rompe, no se rompe solo un tejido social: se rompe la promesa constitucional de que cada persona tiene derecho a un desarrollo pleno y digno. El Estado que se desentiende de las políticas sociales se convierte en el progenitor ausente que deja a su familia a la intemperie, sin alimentos, sin palabras, sin abrazo.
El ajuste no es neutro. Es una forma de violencia institucional, una violencia estructural que no deja moretones pero sí condenas silenciosas: la deserción escolar, la malnutrición, la depresión, la pérdida de esperanza. Y ese tipo de violencia es más letal porque se naturaliza, porque se justifica con tecnicismos, porque se esconde detrás de una planilla Excel mientras el hambre late en la piel de quienes menos pueden esperar.
Y hay algo peor: donde el Estado se retira, no queda un vacío. El abandono planificado es siempre reemplazado por otras presencias. El narcotráfico que ofrece lo que el Estado niega. La violencia que ocupa el lugar de la protección. La desesperanza que se transmite como herencia maldita.
Decir “ajuste” es nombrar lo que en verdad debería llamarse por su nombre: abandono. Y el abandono, cuando es deliberado, no es un error: es una política. Una política que decide dejar sin sostén a los más vulnerables, a quienes nunca tuvieron otra herencia que la del esfuerzo diario.
No se trata de caridad ni de conmiseración. Se trata de responsabilidad. Porque la dignidad humana no se ajusta, no se recorta, no se posterga. No hay ecuación económica que justifique la orfandad social.
Y entonces la pregunta que late, la que como sociedad no podemos dejar de hacernos, es simple y brutal: ¿qué Estado queremos ser? ¿El que mira hacia otro lado mientras los barrios populares se caen a pedazos, o el que sostiene la mano de quienes más lo necesitan?
Porque la justicia, la verdadera justicia, no es solo la que se escribe en un expediente. Es la que se encarna en el plato lleno, en la palabra que acompaña, en la red que contiene. Allí se mide el compromiso real con los derechos humanos.
No hay patria posible cuando se condena a la infancia al hambre, a las familias a la intemperie, a los barrios a la orfandad. Y la historia será implacable con quienes eligieron ajustar lo único que nunca debió tocarse: la dignidad.
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Excelente exposición de una política que asesina.