Silvia Kutika brilla como Clara, una escultora que queda cuadripléjica y no duda en cuestionar a médicos, abogados y espectadores.

Al fin y al cabo es mi vida aborda el siempre complejo tema de la eutanasia con sensibilidad y delicadeza inusuales. Narra la historia de Clara (Silvia Kutika), escultora y docente que, tras un accidente automovilístico, queda cuadripléjica de por vida, aunque conserva plenamente sus capacidades mentales. Inmovilizada e imposibilitada de vivir la existencia como desea, Clara considera que lo mejor es pedir acceso a lo que llama una muerte digna. La tensión dramática surge de la absoluta negativa del médico a su cargo (un eficaz Fabio Aste), el apoyo ambiguo de la abogada (Mirta Wons), el debate ético entre religión y convicciones personales de una monja enfermera (Tania Marioni), y la sensibilidad amorosa de otro joven médico fascinado por la personalidad de Clara (Fernando Cuéllar), quien, en otras circunstancias, podría haber compartido una historia de amor con la paciente. En este sentido, es destacable que la obra introduzca un tema habitualmente soslayado: el deseo erótico de las personas cuadripléjicas.
El hecho de que la obra parta con Clara postrada en la cama de un centro médico reduce las posibilidades artísticas y, a la vez, realza la interpretación de Kutika, quien se vale únicamente de la tonalidad de su voz, los movimientos de su cabeza y la intensidad de su mirada. A diferencia de películas como Million Dollar Baby (Eastwood, 2004) o Mar adentro (Amenábar, 2004), Kutika no cuenta con escenas que muestren a Clara antes del accidente. Lograr dar carnadura a la protagonista y conmover al público sin música, cinematografía ni recursos de movimiento, eleva este papel a uno de los mejores —si no el mejor— de la carrera de la actriz. Kutika no está sola en el escenario, todos los artistas que la acompañan se destacan y resultan eficaces en la construcción de sus personajes, haciéndolos creíbles y, a veces, encantadores.
Se agradece, además, que la obra no recurra a flashbacks o recuerdos de la protagonista, que -por ejemplo- en la película Mar adentro daban un aire poético y romántico a la muerte, como en la célebre escena de Javier Bardem interpretando al poeta cuadripléjico Ramón Sampedro con el aria “Nessun dorma” de Puccini. Por el contrario, Al fin y al cabo es mi vida rezuma realismo crudo: gran parte de los testimonios de la abogada, los médicos, enfermeros (Luis Porzio y Morena Pereyra) y el juez (Jorge Almada) adquieren un carácter casi documental que convierte a la eutanasia en un asunto de relevancia social.
Otro mérito de la obra es que no presenta héroes ni villanos, ni posiciones absolutas: todos los personajes se ven atravesados por el dilema existencial y moral de Clara. Se valoran los respiros que alivian una trama tan dolorosa y angustiante: el humor negro de la protagonista y la sexualidad latente que se manifiesta entre los enfermeros y entre el médico y la abogada funcionan como contrapeso de Eros frente a Tánatos.
Aunque escrita a fines de los años setenta para Broadway, cada versión de Al fin y al cabo es mi vida refleja su época. En 1980, en pleno terrorismo de Estado de la última dictadura, Alezzo mostraba a un personaje encerrado y torturado, un espejo de tantos seres humanos secuestrados en campos de concentración que adquirieron el dramático estatus de desaparecidos. En 2025, en pleno auge de Milei y sus políticas neoliberales de una crueldad inédita, Dossena pone en escena a una mujer docente y artista que lucha no solo por el derecho a una muerte digna, sino también por una vida digna. En ambas épocas, lo que está en juego es el acceso a los derechos que hacen posible vivir con la integridad que todo ser humano merece.
Autor: Brian Clark. Dirección: Mariano Dossena. Con Silvia Kutika, Fabio Aste, Mirta Wons, Fernando Cuéllar, Tania Marioni. Miércoles a las 19: 45 en el Teatro Metropolitan, Corrientes 1343 (CABA).
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