El movimiento antivacunas pone en riesgo la salud pública y el terraplanismo erosiona la base del conocimiento compartido. Aquí surge la pregunta incómoda: ¿hasta dónde debe llegar la tolerancia de una sociedad?

Estos movimientos no surgen del vacío. Son síntoma de una “crisis de confianza” en las grandes instituciones —la ciencia, el gobierno, los medios—, a las que se percibe como lejanas, corruptas o al servicio de intereses corporativos (como ese concepto difuso pero poderoso llamado «Big Pharma»). En un mundo hipercomplejo, ofrecen algo invaluable: “certidumbre”. Explicaciones simples en un mundo caótico, donde un «nosotros» (los iluminados) se enfrenta a un «ellos» (la élite que nos miente).
El filósofo Zygmunt Bauman describió nuestra época como una «modernidad líquida», donde los lazos sociales son frágiles. Frente a esto, estas comunidades online se convierten en “tribus sólidas”. Adherirse a una creencia marginal, como los movimientos antivacunas o los terraplanistas que afirman que el mundo es plano, se transforma en un acto de identidad y pertenencia. La lealtad al grupo es más importante que los hechos. La verdad se mide por la cohesión que genera.
Byung-Chul Han, otro filósofo, señala que hoy nos explotamos a nosotros mismos, en una búsqueda agotadora de rendimiento. Las teorías de la conspiración ofrecen un “alivio psicológico”: canalizan nuestra ansiedad hacia un enemigo claro y externo. Ya no nos sentimos abrumados por un malestar difuso, sino que tenemos una misión épica: desenmascarar a los malos.
Las redes sociales y sus algoritmos son el caldo de cultivo perfecto. Priorizan el engagement (las reacciones, los comentarios) sobre la veracidad. Si ves un video terraplanista, el algoritmo te recomendará diez más. El usuario queda atrapado en una “burbuja o cámara de eco” donde solo escucha voces que confirman sus ideas, haciendo que la evidencia científica exterior se sienta como un ataque.
Entender las causas psicológicas y sociales no significa justificar las consecuencias. El movimiento anti-vacunas pone en riesgo la salud pública, y el terraplanismo erosiona la base del conocimiento compartido. Aquí surge la pregunta incómoda: ¿hasta dónde debe llegar la tolerancia de una sociedad?
Una sociedad democrática debe ser comprensiva con el malestar, pero firme en la defensa de la verdad y el bien común. El desafío, entonces, es doble: por un lado, ofrecer “alternativas positivas” que satisfagan esas necesidades de comunidad, propósito y agencia (como proyectos de ciencia ciudadana o nuevos rituales comunitarios). Por otro, “defender con claridad los límites” que nos protegen de una desinformación que, en última instancia, nos daña a todos.
La solución no es solo más ciencia, sino también más comunidad. No se trata de ganar una discusión, sino de reconstruir la confianza y ofrecer un sentido de pertenencia que no dependa de creer en lo increíble.
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